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La condena de Alberto Rodríguez y el postfranquismo

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La reciente sentencia del Tribunal Supremo por la que se condena al diputado de Unidas Podemos Alberto Rodríguez me ha traído a la memoria, por sus semejanzas, un episodio de manipulación policial y de, a mi parecer, atropello judicial del que fui víctima, hace ya muchos años. El 16 de noviembre de 1976, después de haber sido disuelta por la policía una manifestación, en la que participé, que tuvo lugar en Santa Cruz de Tenerife a favor de la autodeterminación del Sáhara Occidental, al cumplirse el primer año de su abandono por España, fui detenido por agentes del Cuerpo General de Policía y conducido a Comisaría. El inspector que me detuvo, en una de las calles próximas a aquella por la que había discurrido finalmente la manifestación, me pidió que me identificara, y después de haberlo hecho llamó a otros de sus compañeros, quienes al ver quién era yo me llevaron con ellos. Después, en mi declaración en Comisaría se me preguntó, sin mayor insistencia y sin ninguna concreción, si no era cierto que había agredido a uno de los inspectores, lo que negué con rotundidad; y en la acusación que la Policía presentó ante el juez los hechos se habían adornado un tanto más. El juez titular del Juzgado nº 1 de la ciudad recogió como Resultando de las diligencias practicadas que yo portaba una bandera del Frente Polisario, que al ser requerido para que la entregara, en lugar de hacerlo, había propinado “dos patadas en la región pubial media izquierda” al agente policial, y que fui detenido porque no pude huir. Todo, falso. Mi arresto y mi estancia durante tres días en comisaría dieron lugar a manifestaciones de protesta en La Laguna, de las que la prensa se hizo eco. Entre los manifestantes estaban alumnos del Instituto del que entonces era yo profesor, y otras personas que vieron -fue notorio- y conocieron las circunstancias de mi detención. El juez me procesó por atentado a agente de la autoridad y decretó mi ingreso en la Prisión Provincial con carácter incondicional; al considerar que a causa de los “disturbios” no podía “estimarse normalizada la situación alterada por el delito” y no procedía, en consecuencia, la libertad provisional. Días más tarde me soltó, bajo fianza que ordenó retener de mi sueldo de funcionario. Guardo copia de ése y de otros autos de procesamiento de que fui objeto; y he obtenido en el Archivo Histórico Nacional copia de la documentación policial (declaraciones, diligencias, etc.) de ésa y de otras detenciones. En ninguno de los casos hubo por mi parte actitudes violentas, agresivas o insultantes.

Yo era por entonces un militante destacado del Partido de Unificación Comunista de Canarias (PUCC), una formación política integrada en las plataformas de partidos de izquierda que buscaban una transformación democrática por medios pacíficos. En las fechas de referencia, aunque éramos, como todos los partidos, ilegales, nos presentábamos abiertamente en actos públicos y ruedas de prensa. Lo que se denominaba “salir a la superficie”. Precisamente, en mi declaración en Comisaría hicieron referencia los policías, y así consta en el Acta, a una Cena Pro-Amnistía política celebrada en Santa Cruz unos meses antes, en la cual yo había intervenido como representante del PUCC. Autorizada, o al menos tolerada, y con una asistencia de varios centenares de personas, la Cena formaba parte de los actos de una “Semana de la Amnistía” que había tenido una amplia presencia en los medios informativos. La Policía sabía a quién acusaba, y el juez a quién procesaba. Mi abogado no era optimista acerca de la resolución de la causa, a pesar de la flagrante falsedad de los cargos; pero, afortunadamente, me beneficié de la Ley de Amnistía de 1977. 

En aquel momento, la Policía y la Judicatura eran los del franquismo. Hoy muchas cosas, sin duda, han cambiado; aunque quizás no lo suficiente. En mi contra testificaron -repito que mintiendo- tres inspectores de Policía. En el caso de Alberto Rodríguez ha bastado un solo testimonio. Si se me permite la digresión, estudié en Historia del Derecho que en el sistema procesal canónico, que la propia Inquisición aplicaba, regía el principio de que testis unus, testis nullus (testigo único, testigo nulo). Como historiador de la Inquisición, he leído centenares de procesos del Santo Oficio y puedo afirmar que tal principio se aplicaba generalmente, creando dificultades de prueba particularmente en algunos delitos, como era el de los sacerdotes que solicitaban favores sexuales en el confesonario: en estos casos, con ventaja para el confesor, al tratarse de la palabra de la mujer contra la suya. Cierto es que la discrecionalidad de los jueces inquisitoriales era grande, y que siempre cabía, en asuntos graves, el recurso a la tortura del reo; y, de cualquier manera, no pretendo reivindicar los procedimientos inquisitoriales, abominables. No desconozco que, si nunca se diese validez a los testimonios singulares, determinados delitos, particularmente los de carácter sexual, podrían quedar impunes. Pero cabe señalar que una manifestación contra la Ley de Educación en las calles de La Laguna, como aquella en la que el diputado Rodríguez participó, a la vista de innumerables testigos potenciales, no es un espacio parangonable a la soledad de un confesonario.

No es preciso desearle ánimo a Alberto Rodríguez, porque me consta que lo tiene sobrado; ni suerte, porque estas cosas no deben depender del azar; pero sí justicia, que la busque y la consiga. Entre tanto, tiene toda mi solidaridad.

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