Ctrl+Alt+Supr.-

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Si hay una maniobra por excelencia que se nos recomienda hacer, sobre todo por parte de las personas que se dedican profesionalmente a la informática, es la de “cuando nada funciona, apágalo todo, desenchúfalo y vuélvelo a encender”. Muchas veces única y exclusivamente vale con pulsar a la vez las teclas de ctrl, alt y supr de nuestro dispositivo y, por arte de magia, aquello que lo tenía atravesado, se disuelve cual azucarillo en un café. No obstante, se puede apostar por un restablecimiento del sistema un poco más agresivo a través de un hard reset, lo que implica exactamente el retrotraer al dispositivo a su estado de fábrica a través de la eliminación de todas las aplicaciones incorporadas, el borrado de todo tipo de archivos y cualquier configuración personalizada que se haya introducido ya sea el patrón de desbloqueo o los códigos de seguridad. Al finalizar el proceso nos quedaremos como cuando se encendió por primera vez. Ahora bien, se mantendrá instalada la última versión como si fuera imposible eliminar la experiencia. Supongo que se estará pensando en un smartphone, en una Tablet, en ordenador portátil o, incluso en uno de sobremesa porque son utensilios que, dado su uso, son estresados de sobremanera manteniéndolos operativos veinticinco horas al día, ocho días a la semana. Pero no. Curiosamente cuando se habla de un reinicio se está pensando en la sociedad que nos rodea, de la cual somos partícipes. Ahora bien, puede suceder también que las sociedades, al igual que los dispositivos con componentes electrónicos, sean rehenes de una obsolescencia programada debido a que no solo no se avería de forma involuntaria, sino que las cosas dejan de funcionar como parte del diseño forzándonos a cambiar de estadio.

Esta tendencia suele aparecer como el Guadiana tras un descenso abrupto de la actividad económica cuando las crisis provocan que tiemblen todos los cimientos sobre los que estamos basando nuestro progreso. A partir de estas crisis de identidad se plantean las grandilocuencias basadas en un nuevo contrato social para honrar la dignidad de cada ser humano, aunque al final de lo que se trata es de plantear estímulos fiscales para relanzar la economía y mejorar los procesos de redistribución de la renta incorporando el aspecto ético y medioambiental. De lo contrario la erosión de la cohesión social junto a la crisis de los medios de subsistencia se pondrá a la altura de las amenazas medioambientales. De hecho, en los próximos lustros, los riesgos económicos de las crisis de la deuda y los enfrentamientos geoeconómicos surgen para equilibrar las prioridades económicas.

Y claro, la prolongación de las desigualdades y de la capacidad y la calidad de vida puede continuar polarizando a la sociedad, ofreciendo el caldo de cultivo adecuado para engendrar tensiones, propiciando movimientos populistas que alienten sistemas autoritarios. Este hecho hará que la aversión al riesgo del circuito inversor haría detonar con mayor virulencia aún los estallidos en demanda de mayores salarios, ayudas frente a la crisis energética o la subida del precio de los alimentos. Ahora bien, pensándolo fríamente, tal vez sea lo mejor que nos pudiera pasar, porque o nos subimos de forma conjunta a esto que se llama progreso, o la bicicleta se tira al río y a caminar todo el mundo.

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