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Discursos caducos impiden entender la nueva explosividad social por Octavio Hernández

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Viene a decir Pomares que las manifestaciones fueron poco numerosas, que reflejan la deslegitimación de los sindicatos y la poca capacidad de respuesta a “la brutalidad de las medidas” (sic). Resultan conclusiones cansinas, por repetidas, que obedecen a un diagnóstico que era original en tiempos del desencanto en la primera mitad de los años 80, pero ahora llueve sobre mojado y no empapa ninguna conciencia crítica.

Lejos de levantar acta sobre la realidad, las tesis que sustentan argumentarios como el de Pomares sólo elevan a público unos lugares comunes reiterativos, una idea asentada sobre la realidad social. La impostación de ese discurso sobre los agentes activos, los sindicatos, como actores a los que hay que prestar atención preferente en esta recesión (cuyo resurgir anuncian en El País con más ilusión que convicción), es lo más parecido a una venda que impide ver y sólo filtra sombras en la caverna mediática. El punto de vista de Pomares es profundamente anticuado, un ejercicio periodísticamente fácil pero políticamente inútil. Porque la situación que enfrenta Europa no depende de los sindicatos, ni de ninguna estructura organizada al uso de empresarios, políticos o grupos de interés.

Es preciso incorporar la reflexión acerca de la disolución o desvanecimiento del sujeto que viene haciéndose en los denostados cenáculos de la filosofía, pero obviando la crítica del individualismo para centrarnos en el traslado del ser individual a colectividades sociales, es decir, la asignación de la condición de sujeto propia del yo a grupos humanos numerosos vinculados por coincidencias comunes, que serían así, presuntamente, un sujeto de sujetos con un papel de impulsores del Progreso en la obra de la Historia, con mayúsculas. Este paradigma reconocible en los llamados discursos de la modernidad necesita asignar roles funcionales a estos evanescentes sujetos colectivos con el fin premeditado de que den sentido a las ideas de estructura, orden o sistema social, bien para conservarlo, alterarlo o cambiarlo, para defenderlo o subvertirlo. Conceptos que son meras mediaciones subjetivas para organizar nuestra comprensión del entorno social se convierten así en características preconcebidas de la propia realidad material objeto de estudio o análisis: el logos levantado para explicar la realidad pasa a sustituir a la realidad misma, de manera que aquello que se nos presenta como una dinámica logos-realidad no es más que una interpretación interesada de un feedback logos-logos, que suplanta, simplifica y subjetiviza constantemente el mundo real.

Así, para entendernos, tenemos los sujetos capital y trabajo, empresarios y trabajadores, patronal y sindicatos que, una vez situados en el centro de la escena social, nos facilitan la asignación de funciones y relaciones, que nos permiten explicar qué es lo que pasa y opinar sobre ello. Ese objeto de deseo, qué-es-lo-que-pasa, es común a los agentes de inteligencia, a los políticos, a los sociólogos y a los periodistas, que necesitan información acerca del curso de la acción colectiva para anticipar decisiones y valorizar sus propias opiniones. Pomares, por ejemplo, pretende diagnosticar el grado de contestación social observando el grado de movilización de los sujetos colectivos ?sindicatos, patronales, trabajadores, manifestantes, etc.- ante la reforma laboral.

El esquema explicativo de esta clase de exposiciones resulta así muy sencillo y previsible, comunica bien con lectores acostumbrados a ordenar, estructurar o sistematizar la realidad social con la misma lógica de conceptos prefijados. Pero estas categorizaciones no son parte de la luz, sino de la ceguera de nuestro tiempo, precisamente por la disolución o desvanecimiento de esas categorías de sujetos, demolidas por el espectáculo de la violencia, que sitúa la acción colectiva fuera de cualquier racionalidad conceptual.

El hecho singular, contundente, es que el paradigma empleado es incapaz de integrar o explicar los nuevos estallidos de violencia, generados en los ambientes de depauperación masiva de la recesión, en términos de teoría de los juegos posibles entre actores colectivos presuntamente dotados con las propiedades cognoscitivas de una persona racional, es decir, con capacidad de negociar. Pensar que la multitud, la masa, va a comportarse siempre como un grupo organizado, jerarquizado, o que las organizaciones erigidas en su seno para aquilatar la experiencia del conflicto social la representan, controlan, dirigen o suplen, es un completo falseamiento de la realidad, pero sobre todo, un falseamiento peligroso que no tenía riesgos cuando los disparadores de la violencia estaban amortiguados, pero nos priva de la observación objetiva conforme la bestia comienza, lenta pero perceptiblemente, a despertar y desperezarse, noqueada aún por años de hibernación, hambrienta al fin de sangre, fuego y caos.

En París, Londres, Atenas y otras ciudades europeas, los conatos de violencia que vienen jalonando la primera década del siglo XXI muestran signos de horda medieval que poco tiene que ver con la negociación colectiva porque, de hecho, los participantes no se conciben a sí mismos como promotores (siguiendo un programa) o impulsores (siguiendo un fin), no reivindican absolutamente nada, simplemente se suman al saqueo en una orgía de ausencia de normas que arrolla los presupuestos comúnmente aceptados de civilidad y supone una ruptura no sólo de la moral liberal-burguesa, sino también del ethos revolucionario movido por ideales de solidaridad y por una meta de justicia social. La ausencia de objetivo de las conductas que se expresan dentro del caos, siempre al amparo de la noche, impide cualquier interlocución racional, es la anulación, el vaciamiento total de la función y papel protagonista de los actores tradicionalmente llamados a acordar la paz social.

Esto es lo que Pomares y otros no entienden de la actual situación, de los actuales riesgos a los que están expuestas nuestras sociedades. Llevados de la falsa impresión representativa del 15-M, las redes sociales o los sindicatos vendeobreros, a los que según convenga se les endosa un papel de escaparates e interlocutores de intereses difusos que evidentemente no tienen, se espera que den salida, desahoguen o contengan el descontento en un marco aceptable, con costes asumibles, se hacen quinielas sobre sus movimientos y movilizaciones, debilidades y fortalezas, de acuerdo con el rol preasignado de sujetos que se les atribuye en la conflictividad posible o previsible. ¡Pero es que el sujeto activo cambiador de historias ya no se encuentra ahí! (¿Se encontró alguna vez realmente?).

La violencia urbana de la que hablo, periférica, característica del extrarradio de la megaciudad, está desnuda de toda pretensión, no nace de ninguna reivindicación. Un suceso fortuito, un exceso policial, la muerte de un joven en circunstancias no aclaradas, no son razón, sino excusa que prende una escalada vandálica que se extiende rápidamente para decaer en pocos días abatida por el despliegue de la represión, dejando un reguero de escombros humeantes y juicios de faltas. Y así una y otra vez, en una ciudad y otra, pero cada vez más y cada vez en más ciudades. Entre los participantes, nadie quiere cambiar el mundo, sino satisfacer mediante el robo las privaciones del subconsumo, o dar rienda suelta a un resentimiento que no surge de la conciencia ni el conocimiento de lo que pasa, de ninguna explicación ética o ideológicamente justificada, sino todo lo contrario: no importa destruir aquello que no se entiende, pues lo que está fuera del entendimiento no tiene ningún valor.

No cabe, por tanto, ni a derecha ni a izquierda, buscar respaldo para sus tesis en estos conatos insurreccionales de violencia colectiva, pues se suceden en las antípodas de los discursos bienpensantes y esquemas explicativos de unos y de otros. Pero no se puede ignorar que es en esa violencia, en su explosividad, donde la sociedad está fundiendo los pilares conceptuales de lo que entendíamos por cambio social. No significa tampoco que este recurso colectivo al caos sin sentido no tenga capacidad transformadora. Al contrario, no hay nada más perturbador que el vacío de intención, la ausencia de sentido. La violencia por la violencia omite el lenguaje, la principal característica del raciocinio humano, cuyo efecto para los discursos y las organizaciones sociales no podrá ser más demoledor porque se sitúa al margen de cualquier interlocución. Lo que viene después del hostigamiento al 15-M o la subsunción de los sindicatos corruptos no es la victoria del capital, ni el triunfo de un gobierno del signo que sea. Es la horda inmunda la que espera al otro lado, como las sombras de hollín de los incendios, sin nombre, sin identidad, sin motivos. Eso va a ser lo determinante y no el número de paseantes o transeúntes de las manifestaciones legales y organizadas. Poco importa, entonces, si la debilidad de los sindicatos anticipa poca efectividad de la contestación, o si se restringe el derecho de huelga, pues lo cierto es que eso no nos aleja, sino nos acerca por igual al escenario que es propicio a un tipo de violencia que no se mueve en coordenadas racionales. He creído necesario aclarar este punto de vista mío, que viene siendo habitual en mis últimas colaboraciones.

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