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Espacio de opinión de Canarias Ahora

El entierro de Juan Goytisolo

Federico Utrera

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Haber tenido el privilegio de conocer la vida y sobre todo la obra de Juan Goytisolo en los últimos 15 años es uno de esos acontecimientos que marcan una biografía a los que carecemos de ella. De ahí que sus cartas –con las célebres “tiritas” que usaba para sus correcciones y que parecía que venían de una guerra– sean para mí un fetiche que algún día legaré a quien lo merezca. Juan Goytisolo me brindó en vida tantos gestos de reconocimiento público que, incapaz de devolverlos, jamás presumí de ellos. Y ya una vez presencié como eran reprendidos por él mismo quienes lo hacían. Por eso, cuando el periodista Pedro Manuel de la Cruz me avisó de su muerte y me pidió un obituario, le advertí que había muchas más personas en Almería con una cercanía más estrecha que la mía. Apenas habían transcurrido cinco minutos del óbito –estamos en la era instantánea de internet– y Manuel Ramos me había informado solo dos minutos antes que desde su domicilio en Marraquech su amigo Ricard Parise había confirmado la noticia a la agencia Efe. Aún con los ojos encharcados, Pedro Manuel no cejó en su deber e insistió. La sorpresa ha sido que esta necrológica haya adquirido una notoriedad inesperada, al ser reproducida después por varios periódicos en Madrid y en las Islas por Canarias Ahora.

Cuando el domingo 25 de junio de 2006 leí en El País su texto “Almería en el recuerdo”, incorporado por él a sus Obras Completas, me sobrecogió: “Por mi amistad con Federico Utrera, el arquitecto Ramón de Torres, el educador Juan José Ceba y Pepe el Barbero de La Traíña, algún día -¡antes de que se cumpla el nuevo ciclo de catorce años que pauta mis encuentros y desencuentros con Almería!-, me animaré a volver”. Por fortuna no se cumplió el pronóstico y aunque el poeta es siempre un visionario, Juan Goytisolo era muy mal profeta de sí mismo y un verdadero arúspice para su tiempo, para la historia y para los demás: regresó a los 3 años.

Hay más citas en esos tomos tan exquisitamente editados por Galaxia Gutenberg que él miró con lupa pero excuso su reproducción. Ahora exaltaré yo las mías: en 2009 publicaba El Regreso, una separata que le volvió a sorprender, hasta el punto de pedir una decena de ejemplares para su círculo privado y los Institutos Cervantes de Marruecos. Que eso se hiciera desde Almería le dejó estupefacto y el bello diseño de Federico Landin la convierte en una obra de arte. Recogía el prólogo de esas entonces recientes Obras Completas, la primera traducción al español de la versión que hizo el novelista norteamericano Nelson Algren de su viaje con él y Simone de Beauvoir a la Alcazaba –y que él desconocía–, el testimonio del cineasta Vicente Aranda sobre su alambicada relación, sonsacado con habilidad por Miguel Naveros en su casa madrileña y del que fui testigo… Y además de su “bibliografía” almeriense y su “filmografía”, un texto y la portada de la edición trilingüe (español, árabe, francés) del Ella de Monique Lange.

Es cierto que edité su libro España y sus Ejidos, un volumen con ilustraciones de pintores relacionados con su obra y un grabado original de Said Messari –artista afincado en Europa y hermano del hispanista Larbi Messari- que se ha convertido en una curiosidad bibliográfica. Pero no es menos verdad que este libro de ensayos contemporáneos sobre inmigración algunos estudiosos lo han hecho desaparecer –como hacía Lenin con su adversarios en las fotografías– de su bibliografía oficial. Goytisolo lo advirtió y lo lamentaba, porque contiene también sus primeros artículos sobre la materia que estaban perdidos y que felizmente recuperamos gracias a la eficaz búsqueda que hizo el Archivo de la Diputación de Almería.

A Juan Goytisolo lo vi intermitentemente en Madrid, Barcelona, Almería, Tánger y Tetuán –no conozco Marraquech– y eso añadía más extrañeza a nuestra relación, ya que nunca formé parte de ese peregrinaje turístico a la plaza Jema-el-Fna. Y no por falta de ganas sino de dinero. De ahí que prefiriera las citas en las más cercanas Tánger y Tetuán, donde él iba todos los veranos. Aquella experiencia daría para otro libro. Recuerdo otro encuentro en Madrid muy ilustrativo: se presentaba “Paisajes después de la batalla”, en edición de la Universidad de Salamanca con unos preliminares y un curioso estudio de “crítica genética” de Benedicte Vauthier, profesora del Instituto de Literatura y Lengua española de la Universidad de Berna (Suiza) y una de las mejores especialistas del mundo en esta obra. Benedicte se había perdido en Madrid y Juan estaba completamente solo esperando en el Hotel Versalles. Azorado porque veía que se acercaba la hora y nadie le acompañaba a este acto literario –que en sus prolegómenos le ponían siempre tan nervioso–, cuando aparecí de improviso me abrazó: “¡Me has salvado!”. Después llegó Benedicte, a la que también habían fallado los transportistas oficiales, y llevé a los dos en mi coche hasta el Círculo de Bellas Artes. No eran legión los amigos madrileños de Goytisolo, aunque aparezcan ahora tantas y tan deslumbrantes exequias de papel.

Sus actos de generosidad conmigo se prodigaban de forma constante y a mí me apesadumbraban porque no sabía ni podía corresponderlos. Me concedía entrevistas cuando se las negaba a los demás periódicos, radios y revistas -y algunos compañeros requerían mi imposible mediación porque a Juan Goytisolo no le gobernaba nadie y solo una vez en la vida logré que hiciera una excepción con El Periódico de Cataluña–. Me incluyó en sus Obras Completas precisamente en el tomo de “Periodismo” y prologó mi libro Cordel de Extraviados en su apartado de Literatura, a pesar de que no estaban incluidos todos mis escritos sobre él y su obra, que algún día darán para un volumen monográfico. El conservador del Museo del Prado, Matías Díaz Padrón, uno de nuestros recónditos genios y el mayor especialista del mundo en pintura flamenca, Rubens y posiblemente Velázquez, que es el otro prologuista de mis artículos sobre Arte, le preguntó al dramaturgo Paco Nieva quien era este Goytisolo de los tres hermanos porque lo suyo es la pintura y no la literatura. “De tu misma altura pero en novela”, fue su veredicto. La lectura de ambos prólogos, que además se extiende a lo largo de 14 páginas, todavía me sonroja.

Los que conocían de verdad a Juan Goytisolo saben que no escribía una sola letra sobre nada ni nadie que no tuviera para él cierta estima o interés. Y si a eso además acompañaba el hecho de que me invitara en varias ocasiones a sus actos en Madrid para que le acompañara, todo ello me sobrecogía. Una vez consintió a regañadientes firmar en la Feria del Libro el “España y sus Ejidos”, y ahí sí que me apercibí que contravenía sus sólidos criterios morales contra la promoción del “producto editorial” que hace el “escritor espectáculo”. Por fortuna cayó uno de los tradicionales diluvios de esas fechas en Madrid y el acto apenas duró “un ratillo”, palabra que le hacía mucha gracia por su deliciosa imprecisión y melodía.

¿Por qué me obsequiaba Juan Goytisolo con tantos agasajos que en absoluto me correspondían? Tengo la ligera intuición de que apreciaba mi condición de “rara avis”, ajeno a los salones y sectas de letraheridos y grandilocuentes pavos reales. De hecho no me encontrarán en la entrega del Premio Cervantes, que además le dio la plana mayor del Partido Popular, ya que antes no había manera de que le otorgaran un premio oficial. Decir esto escocerá muchas conciencias, sonrojará a muchos dogmáticos y aumentará el número de mis enemigos. El hecho es que a pesar de padecer la enfermedad de la bibliofilia, de la que me voy curando lentamente, siempre me interesó más la vida que los libros y no concebía estos si iban por detrás de aquella, como ocurre en el 99,99% de los casos.

Proceder de una estirpe de médicos humanistas y voraces lectores también le suscitaba alguna curiosidad a Juan Goytisolo. Y también mi perfil crítico e independiente: si se editan al año 70.000 libros en España el porcentaje de autores anualmente potables resulta incluso generoso con ese ínfimo porcentaje: siete. De ahí que cuando creo descubrir alguno de ellos (Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Colombine, Houellebecq, Valente, Galdós, Blasco Ibáñez, y tantos otros muertos o casi) y me obsesiono con descubrir la construcción de sus ingeniosos artefactos, me afano en estudiarlos, conocerlos o editarlos más que simplemente leerlos. Sí, lo confieso: soy “relector”, lo que entusiasmaba a Juan Goytisolo.

Por eso en nuestras conversaciones telefónicas le hacía gracia que descubriera en sus novelas sus alusiones veladas para el vulgo, como el personaje de aquella sueca que en la realidad era una profesora que escribía libros atroces contra él y le profesaba una voceada admiración. Y es que la complejidad del cerebro humano a veces hace adorables las vísceras. Por eso considero la palabra “intelectual” como uno de los peores insultos. Todo esto, que llevaba aparejada inevitablemente mi condición de huérfano sin padrino alguno y habitante del extrarradio, que antes fue el Zapillo, digo yo que le alucinaría. Ambos pertenecíamos a familias acomodadas –la mía algo menos que la suya– y ambos portábamos un apellido con y griega –que da nombre a la editorial– y en mi caso recogía el de una ilustrada y antigua minoría mudéjar almeriense.

Solo he asistido al Teatro Real en tres ocasiones, pero la primera fue con El viaje a Simorgh de José María Sánchez Verdú, con escenografía de Frederic Amat. La obra adaptada era Las virtudes del pájaro solitario de Juan Goytisolo. La segunda fue con Faust-bal, música de Leonardo Balada y libreto de Fernando Arrabal, llevado a la escena por Joan Font y sus Comediants, con escenografía de Joan Guillén y Xevi Dorca. Y la tercera cuando el norteamericano Bill Viola vino a España y e sugirió que viera el Tristán e Isolda de Wagner para apreciar su escenografía videográfica. Una feliz casualidad provocó que tuviera el honor y el placer de trabajar con los tres en libros que para mí han sido vitales: España y sus Ejidos, ¡Houellebecq! y Viola on Video, unas veces como editor, otras como autor. Creo que han sido mis mejores maestros contemporáneos en el noble e improductivo arte de la literatura pero ya he perdido al primero de ellos.

Lola López Enamorado, amiga del escritor y directora del Instituto Cervantes de Tetuán, leyó este lunes en el entierro este bello epitafio de una de sus novelas: “cómo expresar la dicha que me embargaba, apátrida, ajeno al redil de los puros, sentía la alegría un ochentón liberado de los grillos que le encadenaban a unos principios de noble fachada a los que se había opuesto sin éxito a lo largo de su vida. Libre de ser un individuo a secas, no el miembro de una tribu, de disentir de la unanimidad castiza y de poner letra a la música consensual del día, miraba y remiraba la opaca masa de nubes que cubrían el estrecho y velaba la vista desde la otra orilla. Me había ganado a pulso el derecho de ser yo mismo sin redil alguno, tanto y tanto esfuerzo de trabajo diario y tantas y tantas páginas escritas: tanto y tantos, tantas y tantas páginas tachadas, rehechas para zafarme de lo que me constreñía”. El escritor turco Orhan Pamuk fue algo más breve pero no menos certero, y concluyo estas palabras haciendo mías las suyas: “Soy afortunado por haberle leído y por haberlo conocido”.

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