Hipocampos de verano

Yo sé que la crispación no es culpa del lector –tampoco del periodista que suscribe, que conste- y que lo que no se puede es tirar la piedra del arrebato, esconder el dátil y, después, pasar a la crónica rosa o la cocina de la tía Puri, que no sería mala alternativa, dice el conductor del programa, así, de paso, como el que no quiere la cosa, frente a la rojísima Educación Ciudadana esa. Uno echa en falta, si les soy sincero, dos cosas cuando llegan estos meses caniculares: aquella bondadosa paciencia que el lector de antes tenía con la flojetud crítica de los articulistas en las fechas estivales y las serpientes de verano, que aparecían indefectiblemente para protagonizar la actualidad cuando los políticos se iban de veraneo (ahora los políticos no veranean jamás, los jodidos) y cuyas andanzas oceánicas o lacustres nunca desataban las furibundas querencias censoras por parte de la Justicia. Aunque los fotografiasen desnudos y jodiendo, tíos. Total: que me permito llamarles la atención sobre los hipocampos de verano y a ver si retorna tan sensata y tranquila tradición. Científicos de la Universidad de Santiago de Compostela han realizado un sesudo y no sé si costoso estudio (si fue muy costoso, sería como para denunciarlos por tontuna manifiesta y pérdida irreparable de fondos públicos, la verdad) gracias al cual han demostrado que el caballito de mar no es tan fiel a su pareja –que no es la caballita de mar, aunque parezca mentira- como se creía hasta ayer mismo. Puestos a echarse una escama al aire, el hipocampo es tan pendón como cualquier marido del común. Por más que no se le pueda considerar tan común, ya que, en esta simpática especie, quien se queda preñado es el macho. O sea, que éste sí tiene todos los motivos del mundo para jugar al zorrocloco y, si se me permite esta línea de relajamiento veraniego, pues otro día hablamos de los zorroclocos gomeros y nos lo pasamos pipa. Ya verán.

José H. Chela