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La jerarquía de la Iglesia y la democracia

Román Rodríguez / Román Rodríguez

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Esa batalla de los obispos, en la calle ?con la realización de distintas manifestaciones y concentraciones- y en los medios de comunicación, contra el Gobierno legítimamente elegido por los ciudadanos y las ciudadanas del Estado español ha tenido numerosos frentes, que van desde los asuntos educativos a las libertades individuales y el reconocimiento de los derechos de las distintas opciones sexuales.

Tradicionalismo

Una batalla que ha evidenciado el completo escoramiento hacia la derecha más conservadora, tradicionalista e inmovilista por parte de una Iglesia que fue uno de los ejes ideológicos del régimen franquista, mediante la imposición del nacionalcatolicismo; y que supo ir separándose de la dictadura a comienzos de los setenta, cuando ésta daba síntomas de agotamiento ?con el papel lúcido de dirigentes como Tarancón- para abrazar, no sin tensiones internas, los postulados de la democracia.

Como decía, distintas decisiones políticas, incluidas en el programa electoral de los ganadores de los comicios generales de 2004, y apoyadas en el Parlamento por otras fuerzas políticas progresistas, como es el caso de Nueva Canarias, han significado el alineamiento de los obispos con el PP y sus estrategias de oposición. Llegando incluso a cuestionar la capacidad del sistema democrático para legislar sobre leyes que, sin duda, han supuesto avances en los derechos sociales y colocan a España a la vanguardia mundial en la superación de viejas discriminaciones y en la construcción de una sociedad más abierta, integradora y respetuosa.

Así sucedió con la normativa que abrió paso al matrimonio de homosexuales y lesbianas. Una ley que ha posibilitado que muchas parejas cumplan su sueño de casarse, algunas integradas, por cierto, por militantes del PP; todo ello ocurre en una sociedad cuyo modelo de familia ya no es único, y en la que conviven uniones de hecho, matrimonios civiles y religiosos o familias monoparentales.

Igualmente ocurrió con la implantación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. La Iglesia, siempre de la mano del PP, ha reiterado que se trata de un intento de adoctrinamiento, por el que el Gobierno, vía sistema educativo, suplanta el papel de las familias en la transmisión de valores a sus hijos e hijas. Incluso alguno la ha comparado con la Formación del Espíritu Nacional franquista, a la que por cierto la Iglesia nunca se opuso, obviando la fundamental diferencia entre dictadura y democracia, y las pretensiones de una y otra.

La asignatura sólo pretende enseñar a vivir en democracia, a convivir de forma armónica. Como he señalado en otras ocasiones, estoy plenamente convencido de que una de las prioridades de la sociedad y del sistema educativo es formar a ciudadanas y ciudadanos tolerantes, respetuosos con las diferencias, implicados en la igualdad entre hombres y mujeres, amantes de la paz y de la resolución dialogada de los conflictos. En definitiva, comprometidos en los valores cívicos y democráticos.

Asimismo, ha rebrotado la crítica eclesiástica, como vimos en la reciente manifestación de Madrid, contra leyes aprobadas hace más de quince años, como la de la interrupción voluntaria del embarazo, y que cuentan con un elevado consenso social; o contra el divorcio, repitiendo hasta la saciedad el carácter indisoluble del matrimonio, precepto que ni siquiera cumplen los fieles católicos y que, en ningún caso, es de recibo que pretendan imponer al conjunto de la sociedad.

Se produce todo esto cuando la Iglesia Católica ha recibido un trato por parte del Gobierno que se puede calificar de privilegiado. Sucede en el caso de la financiación, en la que cada ciudadano o ciudadana, al margen de sus creencias, aporta 3,5 euros anuales para el sostenimiento de la Iglesia Católica española. O con el incremento del 0,5% al 0,7% del coeficiente del IRPF conocido como impuesto religioso.

Esa visceralidad dio otra vuelta de tuerca en la manifestación de Madrid, convertida en un ataque contra el Gobierno, pero al mismo tiempo contra las bases mismas de la convivencia democrática. No es de recibo que los obispos cuestionen la calidad democrática del Estado español y digan que el laicismo conduce al fin de la democracia. Porque España es un estado aconfesional, no laico, y, además, porque ejemplo de estado laico con enorme tradición democrática lo tenemos justo por encima de los Pirineos en el caso de Francia.

Decir, como señalaron en esa convención religiosa convertida en mitin preelectoral, que el ordenamiento jurídico, con relación a la familia, “ha dado marcha atrás respecto a lo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas reconocía y establecía hace ya casi 60 años”, es modificar la realidad sobre la base del antojo ideológico. Y no entender que, desde el profundo respeto a su manera de entender el mundo y las relaciones personales, no pueden pretender en modo alguno imponer ese dogma al conjunto de los mortales. Por último, contrasta esa ferocidad con el silencio que han guardado ante las lamentables declaraciones de un obispo sobre la homosexualidad, la pederastia y los deseos de los niños, que no merecieron ni una nota de repulsa ni una línea de autocrítica.

* Román Rodríguez es presidente de Nueva Canarias. Román Rodríguez *

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