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Una lección magistral

Eduardo Serradilla Sanchis / Eduardo Serradilla Sanchis

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A pesar de mi edad, quince años por aquel entonces, había pasado buena parte de la noche viendo la televisión y, sobre todo, escuchando la radio, auténtico motor informativo en aquellos momentos posteriores al intento de golpe de estado. En un primer momento, mis padres barajaron la posibilidad de que me quedara en casa, a la espera de noticias. No obstante, y dada la proximidad a la que me encontraba del colegio, decidieron que acudiera “normalmente a clase” con la consigna de que, si había algún problema, volviera corriendo a casa, tan rápido como pudiera. Cuando entré al patio del colegio pude comprobar que muchos de mis compañeros y compañeras se habían quedado en casa, algo que quedó más patente una vez entramos todos a las clases. Una vez allí, el jefe de estudios nos comentó que pasaríamos el resto del día con el mismo profesor con el que teníamos clase a primera hora y que de haber algún cambio sustancial en la situación en la que estaba sumido nuestro país, nos lo comunicarían para que abandonáramos el colegio de manera rápida y ordenada. Visto el panorama y dado que, por azares del destino, aquella primera hora estaba dedicada a la historia de nuestro país, nos dispusimos a disfrutar de una clase de Historia Contemporánea con mayúsculas y sin concesiones. Debo decir que mi relación con la asignatura de Historia pasó del amor al odio en tan sólo un curso. En octavo de EGB, sufrí la espantosa y lamentable experiencia de tener a un profesor, sacerdote para más señas, que mejor se hubiera dedicado a ejercer sus labores religiosas y hubiese dejado las labores docentes para alguien mucho más cualificado. Por ello, al llegar a primero de BUP, mis expectativas para con dicha disciplina eran más bien pocas. Para colmo de males, me topé con un profesor –el mismo con quien luego pasé la mañana del 24 de febrero- que en nada se parecía al mentado sacerdote. El problema venía porque habíamos pasado de no tener la más mínima necesidad de estudiar –salvo lo justo y necesario- a vernos con cinco libros de historia distintos y tener que trabajar a un nivel más propio de universidad que de un primer año de bachillerato. Admito que no fue una experiencia fácil. Era la primera vez que me levantaba a tempranas horas de la mañana para estudiar un determinado examen, pero al final del curso, el esfuerzo había merecido la pena –y, cosa rara en mi colegio, también la nota- y mi concepción de la historia como disciplina había cambiado también. No es de extrañar que, al revés que muchos de mis compañeros, mis expectativas para aquella larga sesión fueran mucho más altas que para el resto. Lo que ocurrió después es que, no sólo yo sino que el resto de mis compañeros disfrutaron con aquella experiencia, trufada de sucesos pasados, boletines de noticias radiofónicas y titulares de los periódicos que sí habían llegado hasta los quioscos. En primer lugar, el profesor nos preguntó si sabíamos lo que estaba pasando en aquellos momentos en el Congreso de los Diputados y en todo el país. Después, tras nuestras “pobres” explicaciones, teñidas de las ideologías de nuestros progenitores al estar todavía tratando de entender el mundo que nos rodeaba, nos empezó explicar las sucesivas intentonas golpistas que azotaron nuestro país durante el siglo XIX y buena parte del XX, hasta llegar al golpe de estado de 1936. Fue un relato intenso, cargado de anécdotas –como la costumbre de entrar a caballo en el Congreso-. Al concluir, ya teníamos claro que la intentona golpista era una más que añadir a la triste historia contemporánea española, en este apartado. Después le tocó el turno a los sucesos del día anterior y las reacciones posteriores, los cuales ya nos conocíamos al dedillo, al verlos, una y otra vez en la televisión. El profesor hizo especial hincapié en el discurso de su majestad el rey Don Juan Carlos, transmitido por la televisión después de las doce, hora canaria, y en la imagen de firmeza que mostró frente a quienes buscaban, con el golpe, rescatar un pasado de triste recuerdo. No todos estuvimos de acuerdo con aquellas palabras. Algunos pensaban que la democracia no era tan maravillosa como se pretendía vender y que con la dictadura se vivía mejor. No se olviden que el escenario, un serio y conservador colegio religioso, era el lugar perfecto para que las nuevas generaciones de quienes habían prosperado con el antiguo régimen, se prepararan para tomar el relevo familiar en diversos ámbitos de la vida social, económica y política de la ciudad. En mi caso, y no negaré que influenciado por mis padres y por algunos de mis profesores la idea de regresar a un estado totalitario, similar al que imperaba en aquellos momentos en Chile –y que tanto gustaba al mentado sacerdote que trató de adoctrinarnos políticamente, en vez de enseñarnos historia- no me seducía lo más mínimo. Así, entre boletines de radio, noticias que llegaban por boca de otros profesores y la constatación de que los tanques no habían tomado las calles de Las Palmas de Gran Canaria, llegamos hasta el final de la jornada, dialogando entre nosotros y desentrañando los hilos que conformaban la realidad social y política de nuestro país en aquellos momentos. El anuncio de la salida de los diputados de las instalaciones del Congreso, a media mañana, y la constatación de que el golpe de Estado había fracasado puso punto y final a una de las mejores –por no decir la mejor- clase a la que he asistido en la mi larga trayectoria como estudiante. Cuando regresé a casa, estaba contento por haber sido testigo de un momento clave de la historia de mi país y de haber contado con las enseñanzas de un profesor que trató de dar lo mejor de si mismo durante aquellas horas, tratándonos como personas y no como meros colegiales. Una última cosa, aquel magistral profesor se llamaba, y se llama, José Miguel Pérez.

Eduardo Serradilla Sanchis

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