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¿Miedo al conocimiento científico o miedo al conocimiento? (II)

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En algún párrafo introductorio de La doctrina secreta –siete tochos de biblia teosófica escritos por H.P. Blavatsky a finales del siglo XIX–, la autora se lamentaba de que el saber se hubiera fragmentado, desde un origen mítico, en tres ramas: la científica, la filosófica y la poética. Un siglo después, en el postcriptum de su libro Ideas sobre la complejidad del mundo, Jorge Wagensberg reflexionaba sobre las dificultades intrínsecas para conocer la realidad, admitiendo la insuficiencia del propio método científico, especialmente frente a fenómenos con un alto grado de complejidad. Por un lado, la influencia del observador en el resultado de la observación y en el propio hecho observado –evidenciado a nivel de la conducta y las interacciones de las partículas elementales y en los escenarios más ínfimos de la materia–, constituye una dificultad considerable, que puede se extienda a las ciencias que abordan el estudio de cualquier nivel del mundo manifiesto. Por otro, el modelo reduccionista exige la descomposición del fenómeno complejo para su estudio, lo que contribuye a fragmentar aún más el conocimiento, provocando la incertidumbre acerca del papel que el análisis de las partes desempeña en la comprensión del todo, y reflejando la incapacidad para aceptar la complementariedad de cada aspecto de dicho conocimiento. Una incapacidad reforzada por la dificultad lexicológica que se ha ido incorporando tanto a los textos científicos como a los filosóficos, haciendo cada vez más inalcanzable la disponibilidad de un lenguaje que permita el diálogo –la sombra de Babel–. Ello se debe al progresivo estrechamiento de cada área científica, paralelamente al incremento de su profundidad, a la inexistencia de marcos teóricos que permitan adaptarse a esta situación, y a la reducción del flujo de información entre la investigación que se lleva a cabo en diferentes campos, así como entre la comunidad científica y el resto de la sociedad. A todo lo cual ha contribuido el desarrollo de una educación cada vez más especializada y acotada en espacios cerrados del conocimiento, favoreciendo la distinción entre las diferentes ciencias, así como entre ciencias y humanidades, como si formaran parte de mundos diferentes y aislados.

La «guerra de las ciencias» y las escaramuzas entre investigadores biomédicos, filósofos de la ciencia y politólogos en relación a la gestión de la actual pandemia, entroncan con la discusión sobre las vías al conocimiento y las dificultades para alcanzarlo. Por un lado, la excesiva especialización, mientras constituye un instrumento poderoso para profundizar en regiones ocultas de la realidad, tiene el riesgo de olvidar aspectos complejos de la misma. Por otro, constituye un reto metodológico sugestivo y dibuja el escenario para un debate en torno a las mismas bases de la ciencia y al análisis al que sometemos a la realidad para entenderla. En cualquier caso, subyace la cuestión de si las diferentes disciplinas que persiguen el conocimiento pueden encontrarse a lo largo de un recorrido asintótico, o si se trata de un sueño imposible, lastrado desde el principio por la maldición babélica de la que forman parte. 

¿Tiene esta patología, en cierto modo crónica, algo que ver con el choque producido entre la difusión de un manifiesto, firmado por 55 sociedades científicas españolas de ámbito biomédico, y algunas opiniones procedentes de la politología y la crítica cultural? Al menos, puede considerarse un síntoma de un malestar de fondo y una muestra de la situación descrita. En este caso, el primer mensaje emitido por las sociedades mencionadas, tras su reunión en un foro nacional sobre la Covid19, lo fue en forma de un escueto decálogo –así fue transmitido, inicialmente, por los diversos medios que se hicieron eco, aunque más tarde se publicara en forma más extensa–, encabezado por un titular tan agresivo e imprudente como cierto: «en la salud ustedes mandan, pero no saben». El tono autoritario del título y la desconfianza hacia la gestión política de la emergencia sanitaria provocó, a su vez, respuestas desde el ámbito académico de la filosofía de la ciencia y la politología. En su versión completa, sin embargo –tal vez una ampliación motivada, precisamente, por dichas críticas– el manifiesto hacía referencia a una serie de recomendaciones y propuestas que en modo alguno daban la impresión de pretender una exclusividad intocable, y que pueden resumirse en la necesidad de alcanzar los siguientes objetivos: (1) Respuestas sanitarias basada en la evidencia científica; (2) Lealtad política e institucional y aprendizaje continuo; (3) Respuestas rápidas; (4) Protocolización nacional de mínimos; (5) Principio de equidad y reserva estratégica nacional de material; (6) Coordinación territorial; (7) Minimización del impacto de la pandemia en la atención a otros procesos; (8) Rechazo a cualquier discriminación; (9) Responsabilidad individual; (10) Frente a la desinformación, sensibilización y educación para la salud; (11) Apuesta por el trabajo multidisciplinar; y (12) Planes estratégicos para el desarrollo de la ciencia y la investigación.  

La lectura completa del texto no encaja bien con las críticas comentadas, más allá de la tentación de un cierto postureo académico, y tal vez la sospecha de que sus críticos se quedaron en el titular, con el riesgo –probablemente, ni consciente ni deseado– de coincidir con Donald Trump, y de acariciar el elitismo intelectual, en la desconfianza hacia la ciencia y el pensamiento científico. Más aún, cuando el manifiesto, en sus párrafos finales, se declaraba decididamente a favor del trabajo colaborativo, precisamente porque «la pandemia de la COVID-19 ha puesto en evidencia que «el trabajo en equipo, la multidisciplinariedad y la flexibilidad en la gestión de los recursos sanitarios, son esenciales para una adecuada atención a los pacientes», sosteniendo que la respuesta a la actual pandemia y los desafíos sanitarios que puedan producirse en el futuro «no podrán resolverla aisladamente una sola profesión o especialidad», necesitándose respuestas desde una perspectiva transdisciplinar. El manifiesto finalizaba señalando que «el grave problema sanitario, social y económico originado por el SAR-CoV-2, solo podrá ser definitivamente resuelto con la disponibilidad de herramientas terapéuticas y preventivas eficaces..., que solo podrán llevarse a cabo desde estructuras de investigación bien organizadas y dotadas de los recursos humanos y materiales... por lo que es necesario realizar, de manera inmediata y en consenso con la comunidad científica, lo que exige una planificación estratégica de la investigación en España que permita incrementar sus recursos y, con ello, sus posibilidades de éxito para el objetivo final que no es otro que mejorar las expectativas y calidad de vida de la población». 

Si las respuestas podían estar justificadas, en varios aspectos, y abrían la puerta a la consideración de la crisis como algo que no era, estricta y exclusivamente, un problema epidemiológico o sanitario, por otro –tal vez alimentado por el tono y la presentación del decálogo– resultaba excesiva en el artículo de Juan Manuel Zaragoza Bernal en la revista digital ethic, al calificar el acuerdo de las sociedades científicas firmantes como muestra de «una pulsión profundamente antidemocrática», comparar paródicamente a los científicos criticones con «generales de las fuerzas armadas», ridiculizar las iniciativas sanitarias específicas como «estrategias hospitalocentristas» –vaya afán de inventar palabras que parecen cargadas de ideología, y que nunca cabrían, siquiera, en un soneto–, o referirse a «herramientas de control social y represión policial», con una extraña coincidencia con los movimientos negacionistas y las manifestaciones de Núñez de Balboa. Sin embargo, Juan Manuel Zaragoza acertaba de lleno al plantear la emergencia como una crisis «híbrida y multiforme», y al llamar la atención sobre la necesidad de una «polifonía de saberes» para enfrentarse a emergencias similares. En todo caso, despreciar «el silencio del laboratorio» como innecesario frente a «la algarabía de la discusión pública», tal vez no constituya la vía más adecuada para activar el funcionamiento de ese coro polifónico con expectativas de éxito; al menos tal como se representa cada día en diferentes escenarios.  

Más tensa parecía la relación entre ciencia y política que planteó Javier Franzé en su artículo titulado Politicidad de la pandemia. Con toda razón, Franzé señalaba sus dudas acerca de que exista «la mejor evidencia científica». De hecho, en una situación de emergencia inesperada y compleja, con demasiadas lagunas desde el conocimiento epidemiológico, virológico y clínico, la identificación de dicha evidencia no es sencilla. Sin embargo, incidía en el mismo error que criticaba, al situarse en una posición no muy diferente a la que denunciaba en los expertos sanitarios, en este caso desde el balcón de la politología. Afirmar que el uso de la «mejor evidencia científica» y que la estrategia de fundamentar las decisiones a tomar frente a una emergencia como la pandemia actual en «criterios exclusivamente sanitarios» son muestras de una «concepción científica decimonónica», también resulta un exceso, cuando menos verbal, emitido desde una particular torre de marfil que roza los vicios los característicos del constructivismo posmoderno, tanto en el contenido como en la forma de expresarlo. Aceptando que la ciencia sanitaria «no puede regir en exclusividad la gestión de la pandemia», en su análisis subyace un vacío en lo que se refiere al objetivo del conocimiento científico, lo que contribuye –seguramente sin pretenderlo– a ampliar la brecha entre dos retos legítimos: el conocimiento de la realidad y la construcción de la capacidad necesaria para actuar sobre la misma de una forma éticamente aceptable, de acuerdo a los valores democráticos más genuinos y de forma que pueda beneficiar a la población independientemente de su situación, y especialmente a la parte más vulnerable de la misma. Por supuesto que el manifiesto de los sanitarios es político, pero de la misma forma podría recordarse que fueron los políticos –cada uno en su ámbito de competencias autonómicas o estatales– quienes decidieron y aplicaron medidas específicas basadas, según sostuvieron en cada caso, en «criterios científicos». 

En un tercer ejemplo de la crítica al manifiesto de las sociedades biomédicas se situaba Juan Manuel de Prada, en una entrada de su sección titulada genéricamente Animales de compañía. De Prada, brillante escritor que de joven nos fascinó con el espléndido Coños –una pequeña joya con la que reconocía su admiración por Ramón Gómez de la Serna, consiguiendo provocar la envidia del mismísimo Umbral–, en la actualidad representa una isla independiente en la gran marea del pensamiento conservador, al integrar tres aspectos no habituales asociados: su rechazo al liberalismo, su militancia católica y su confesada preocupación social. En su artículo Políticos y científicos llega a conclusiones similares al detectar algunos de los errores aparentes del manifiesto, precisamente porque el carácter fragmentario del conocimiento científico «incurre en confusiones, en contradicciones, incluso en errores». No siendo esto objetable, afirmar que el texto acordado por un grupo relevante de sociedades científicas del ámbito biosanitario «contiene una visión de la ciencia y de la política completamente delirantes» incide de nuevo en la desmesura, al tiempo que abunda en el hecho de que existe una brecha importante entre lo que significa el proceso de conocimiento de la realidad y lo que la sociedad acierta a pensar sobre el mismo, que puede acabar coincidiendo con el más burdo populismo reaccionario.

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