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La oportunidad de los cabildos
Sin embargo, no importa aquí el carácter municipal; simple o compuesto. Lo que interesa de la primera organización administrativa es que se asentó sobre el reconocimiento de la entidad “isla”: cada isla tenía su propio gobierno; cada isla era un municipio autónomo.
No tener esto en cuenta es desconocer un aspecto clave de la historia canaria: los enfrentamientos de los cabildos y las autoridades reales a medida que la Corona castellana evolucionaba hacia la centralización y el absolutismo, utilizando como instrumentos de su política a la Audiencia y los capitanes generales para vaciar y someter a los cabildos. No fue casual que los capitanes generales presidieran la Audiencia: de esa manera, todo el poder quedó en manos de un funcionario de la Corona y las islas se convirtieron en virreinato, aunque no llegaran a llamarse así de derecho porque Canarias estaba adscrita al Consejo de Castilla, no al de Indias. Es preciso recordar, por lo visto, que la Audiencia no se circunscribía a la administración de Justicia sino que iba mucho más allá, con funciones de gobierno, de policía y hasta de defensa. Los capitanes generales, al presidirla, se hicieron con el mando absoluto en lo militar, en lo económico y lo político a costa de los cabildos.
Nos quedó, pues, como legado de la primitiva organización, la definición de los ámbitos administrativos insulares, bien presente en la cabeza de los promotores de la ley de Cabildos de 1912. Pero el ático habitual prefirió refocilarse en su fracaso y obviar su significado. Desde luego, hubo fracaso, pero es falaz destacar el fiasco del grancanario, que, encima, atribuye con rigor pepitiano a que la clase dirigente de tan odiada ínsula trató valerse de su cabildo para “absorber” la administración periférica estatal, etcétera, etcétera. El rollo de cada día.
Oculta el ático habitual que la ley de 1912 fue iniciativa de las islas llamadas “menores” para dotarse de corporaciones que las sustrajeran del pleito insular, que no les iba ni venía y mucho les perjudicaba; ignora que a Manuel Velázquez Cabrera lo ningunearon en Gran Canaria (también en Tenerife), que fue objeto de burlas y que sólo contó con el débil apoyo de los republicanos federales, que yo recuerde ahora; quiere desconocer, en fin, que a la oligarquía grancanaria y a la tinerfeña les sentó como una patada donde duele el éxito de Velázquez y que torpedearon el posterior desarrollo cabildicio. Les interesaba más el centralismo de la Provincia.
La atribución del fracaso de los cabildos a la clase dirigente grancanaria va de simple a simplona y pueblerina si observamos el contexto nacional e internacional del siglo XX, que es más determinante. Dos años escasos después de la promulgación de la ley de Cabildos, estalló la primera guerra mundial con efectos que se prolongaron en la década siguiente. En 1923, Primo de Rivera, que no era un defensor del autonomismo que expresaba la ley de Cabildos, impuso su dictadura. A menos de diez años de la caída de Primo, el levantamiento militar provocó la guerra civil española, a la que siguió la segunda mundial y la larga dictadura franquista que dejó a los cabildos de aquella manera. Es evidente, a lo que iba, que no se dieron en el siglo pasado las condiciones de estabilidad continuada que precisa cualquier institución para cuajar. No tuvieron los cabildos oportunidad de mostrar lo que podían dar de sí.
Luego vino la autonomía. Quisieron eliminar los cabildos, pero no se atrevieron por meros cálculos electorales. Tiene gracia oír ahora que el Estatuto los reforzó al convertirlos en órganos delegados de la Comunidad Autónoma; que es, justamente, lo malo y lo peor. Porque los cabildos, al carecer de capacidad recaudatoria, están a expensas del partido que gobierne, el que maneja los dineros. Lo que limita la formulación de proyectos a años vistas ya que avanzarán, se ralentizarán o se olvidarán según el signo del Gobierno de turno. Como en las máquinas tragaperras, han de coincidir al azar las tres fresas para obtener premio. El trato de Soria-Paulino a Gran Canaria es buena muestra. Hablar de cabildos potenciados cuando los cuartos los manejan quienes no renuncian a la arbitrariedad de las filias y las fobias partidistas o a su talante insularero es un mal chiste. Eso es lo que vemos.
El Gobierno autónomo, en fin, es institución de nuevo cuño; un cuerpo extraño de creciente rechazo. Puesto a buscarle precedentes de administración regional, señalaré a los capitanes generales en el Antiguo Régimen y a la Provincia única, con capital en Santa Cruz, en la etapa constitucional. Dos antecedentes que tienen en común, miren por dónde, su anticabildismo y que explican buena parte las razones del fracaso último: el de la autonomía.
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