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Palestina: el odio que no cesa

Antonio Cavanillas / Antonio Cavanillas

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Canaán, nieto de Noé, dio el primer nombre a Palestina: la Tierra de Canaán. La poblaron sus descendientes: yebuseos, amorreos, jiveos, arqueos, fereceos, hititas y por fin filisteos. Del griego “palaistinoi” que significa filisteo, le vino el nombre de Palestina. Después, desde Mesopotamia, llegó el semita Abrahán y luego Isaac, Jacob y las doce tribus de Israel. Tras cuarenta años de destierro en Egipto, los hebreos volvieron a la tierra de Canaán, llamada también de Promisión, una tierra feraz que manaba leche y miel y que, desde luego, no estaba vacía y hubo que conquistar a los palestinos, tribus generalmente nómadas. Estamos ya en el año 1000 antes de Cristo, cuando Hiram, el arquitecto tirio, levanta el Templo de Salomón.

Roboán, hijo de Salomón, nieto de David, desmembró el reino en dos mitades: el reino del Norte (Galilea-Samaría) y el reino del Sur (Judea-Jerusalén, ciudad también llamada Al-Quds que significa la Santa) Dejemos correr mil años de guerras fratricidas entre semitas, pues lo son tanto palestinos como israelíes, de cautiverios babilónicos y de contiendas entre judíos, sirios, seleúcidas, ptolemaicos y romanos y plantémonos en la época del nacimiento de Cristo.

Bajo el dominio romano de Poncio Pilato, procurador de Judea en época de César Augusto, Arquelao gobernaba Judea y Samaría y Herodes Antipas reinaba en Galilea. La mayoría de los samaritanos era palestina de raza, predominando los hebreos en Judea. Ya por entonces menudeaban luchas y confrontamientos entre ambas etnias, que no llegaban a estallar pues lo impedía la pax romana. Viajar por Palestina en la época bíblica era un problema: un galileo que deseara ir a Jerusalén no podía sin riesgo cruzar por Samaría, debiendo dar un rodeo más allá del río Jordán, por Jabes y Betania. Los evangelios describen confrontaciones entre galileos y samaritanos, rechazos, discusiones y odios francos. Siendo judío, pedir agua a una samaritana suponía un atrevimiento y exponerse a un sofión, a no ser que ese judío fuese Cristo.

La primera sublevación judía contra los romanos data del año 66 cuando, hostigados por las vejaciones del procurador Gesio Floro, se levantaron contra el emperador Flavio Vespasiano, Tito, siendo vencidos, incendiado el Templo y destruida Jerusalén. La segunda es de los años 132 a 135: en el reducto de Masadá, dirigidos por Bar-Koseba, los judíos fueron masacrados por el ejército de Adriano que ordenó asolar y terraplenar Jerusalén para edificar una nueva ciudad agnóstica, libre de cultos: la Aelia Capitolina. Pretendía el italicense terminar al tiempo con cristianos y hebreos, dos supercherías religiosas para él. El pueblo judío inició la última diáspora que aún perdura.

Pasemos de puntillas por el viaje a Palestina de Santa Elena, la protección a Jerusalén de los últimos emperadores Justiniano y Constantino, el dominio persa en época de Cosroes, las ocho Cruzadas desde Godofredo de Buillón a San Luis rey de Francia, la llegada de los franciscanos a Palestina en cruzada pacífica y la conquista de los Santos lugares por Solimán el Magnífico en 1516. Desde esa fecha hasta 1917 Palestina permaneció en manos turcas.

Tras la Gran Guerra, Palestina pasa a depender de Gran Bretaña, prometiéndose a los judíos (Declaración de Balfour) dispersos por el mundo un hogar en la que fuera su Tierra Prometida.

En 1947 la ONU decide la partición de Palestina entre árabes, 680.000 entonces, judíos, 80.000 que habían ido llegando desde que Teodoro Herz lanzó la idea del hogar sionista, y cristianos, 70.000 de cualquier raza. El año 1948 se retiran los británicos tras hacer de Palestina dos naciones artificiales: Israel y Transjordania. Ben Gurión proclama en Tel Aviv el Estado de Israel y Abdalàh (abuelo de Husseín de Jordania) es nombrado rey en sus territorios. Nada más retirarse el último británico estalla la guerra árabe-israelí. Jerusalén queda partida en dos: la ciudad vieja, árabe, y la nueva, judía.

El resto es conocido: año 56, campaña del Sinaí y del Canal de Suez, con victoria hebrea; año 64, visita de Pablo VI a los Santos Lugares, la primera de un papa; año 67, Guerra de los seis días: Egipto pierde sus territorios asiáticos, Siria las montañas del Golán y Jordania la zona occidental del río Jordán; año 73, Guerra del Yon Kipur o del Perdón: Egipto recupera el Canal de Suez. Interceden Rusia y USA que imponen un armisticio y se inician las negociaciones de paz que llevan ya 35 años sin dar fruto o escaso y esporádico. Cuando recorrí Palestina y los Santos Lugares -y años después Jordania y Siria- la paz pendía de un hilo. Jamás olvidaré la incertidumbre al recorrer Belén en un día de refriegas, escuchándose disparos de francotiradores y explosiones incontroladas o el temor en Amman a la acción de fundamentalistas islámicos y no digamos ya en la bella Damasco.

Como vemos el problema viene de hace 2.800 años, por lo que su solución no es nada fácil. Si árabes e israelitas se han llevado siempre como el perro y el gato es iluso pensar que, de repente, van a hermanarse como por ensalmo. Algunos simples achacan la situación actual al mal reparto hecho por los británicos. Imagino que Inglaterra trataría de hacer las cosas lo mejor que pudo y supo, por lo que es pueril adjudicarles el desaguisado. Ambos adversarios se otorgan la posesión de Palestina alegando estar allí primero, y lo cierto es que ambos tienen razón, pues aquellas razas primas hermanas habitaban la Tierra de Canaán cuando unos siguieron a Jehová y otros continuaron adorando a sus viejos dioses hasta la llegada del Islam.

La única solución al problema palestino, en mi humilde entender, tiene que pasar por un reparto justo de la tierra, pues ambos contendientes tienen pleno derecho a un hogar con fronteras estables y seguras. Lo que no entiendo es que Israel, patria de hombres y mujeres inteligentes, no vea el problema con meridiana claridad: las medias tintas, la acción-represión, los muros y empalizadas se ha demostrado hasta la saciedad que no sirven. Los bombardeos e incursiones para tratar de acabar con los terroristas de Hamás son inútiles: por cada islamista radical muerto surgirán diez y se multiplicarán los odios de forma exponencial. Volverán las inmolaciones suicidas en las ciudades israelitas. Hay que dar a los palestinos una patria, no una estrecha franja o diferentes guetos ciudadanos, y un modo de vida digno con suficientes tierras agrícolas, zonas industriales, colegios y universidades. Ello redundará en beneficio de Israel, pues no es posible vivir con la eterna enemistad de todo un pueblo y hasta del entero Islam. Al tiempo, si llegara la paz, se lograría un hito verdaderamente histórico: la estabilidad en la zona y el desarme del terrorismo islámico, que se nutre esencialmente de las atrocidades israelitas en respuesta a las barbaridades árabes en diabólica espiral venenosa. Ahora mismo asistimos a una brutal respuesta hebrea a un injustificable terrorismo. Malo. Esas fotografías de niños muertos supondrán un duro estigma para los judíos que tardará en borrarse años. Es terrible vivir bajo la amenaza de un misil, lo imagino, pero no es tolerable volar una escuela o un hospital. Lo dijimos más arriba: Israel nunca conseguirá seguridad con la violencia que, de forma indiscriminada, mata niños y familias inocentes pues las bombas no distinguen al terrorista abominable del ciudadano pacífico.

En consecuencia, hay que ponerse a trabajar de la única manera posible, apretando y aflojando, dando y cediendo bajo la supervisión de Naciones Unidas, con los mapas abiertos. Jerusalén tendría que ser una capital compartida por árabes y judíos del modo más equitativo posible. Ramala y Jericó serían ciudades palestinas, rodeadas de un pequeño interland. Desaparecería el actual avispero de ciudades y poblados diseminados por media Israel y regidos por la Autoridad Palestina. Se crearía un fondo dinerario a nivel mundial, Israel ampliaría la franja de Gaza a expensas de su territorio en la vecindad del Sinaí, Egipto haría lo propio en igual zona y Jordania donaría tierras más allá del Jordan, cerca de Aqaba. Siete u ocho mil kilómetros cuadrados en total serían suficientes. Egipto y Jordania, países donantes de terrenos -en realidad desiertos- recibirían compensaciones de la comunidad internacional. La compensación de Israel no tendría precio: su propia seguridad y la amistad de países hoy enemigos como Siria o Irán. Con dinero fresco y las modernas tecnologías, aquellos páramos podrían convertirse en un vergel. Israel lo ha hecho ya al trasformar el desierto del Neguev en un emporio productor de naranjas y hortalizas, de densas arboledas y bosques de cipreses, ricos palmerales datileros y un kibbutz donde se investiga todo lo relacionado con el agua, ese bien cada vez más escaso y tan despilfarrado entre nosotros. La nueva Palestina tendría salida al Mediterráneo y al Mar Rojo. Todos los países citados se beneficiarían y con ellos la humanidad. ¿Tan difícil es sentarse a una mesa con propuestas sensatas y verdaderas ganas de resolver un problema enquistado que se encamina hacia el tercer milenio?

Se atisba un rayo de esperanza: Obama calla de momento ante el trágico y triste panorama en lugar de dar toda la razón a Israel, como hace el desahuciado Bush, como han hecho siempre los inquilinos de la Casa Blanca apretados por el lobby judío. La razón absoluta no existe. Ambos contendientes tienen parte de culpa y es inútil tratar de dilucidar quién empezó primero. Si el primer presidente de color de los EE.UU fuese capaz de coger el toro por los cuernos y apadrinar unas negociaciones exitosas, la gran democracia americana recuperaría el prestigio perdido en las nefastas legislaturas de su antecesor.

* Cirujanoy escritor.

Antonio Cavanillas*

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