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ETA y la comida basura

Antonio Cavanillas / Antonio Cavanillas

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Decía mi abuelo que una comida que se precie no debe durar menos de dos horas, si hablamos de domingos y festivos, y hora y media en día lectivo. Los ágapes eran cosa aparte. Allí no había horario. Mi ancestro sabía la hora de empezar a comer pero ignoraba cuándo se terminaba. Para él la ingesta alimenticia debía ser lenta por definición, pausada, insalivando bien cada bocado para facilitar la digestión en su primera fase, que dijo Pavlov, el gran fisiólogo moscovita.

Yo he seguido los pasos de mi abuelo. Ignoro el sabor de un pollo de Kentucky, jamás he pedido una pizza por teléfono y nunca penetré en un Macdonalds. Teniendo en la nevera un par de huevos y en la despensa chorizo ibérico o salchichón de Vic, comer de un chino en envases de cartón me parece aberrante. Lo mismo que tomar café en vasos de dicho material, última moda de la gente snob que imita a los subnormales de las películas USA que van por la calle bebiendo café en envases de plástico mientras hablan con la ayudante del fiscal del distrito.

Es por ello que asisto complacido a la debacle de Eta que espero sea definitiva. Los cogen lo mismo que a pardillos y estorninos con red. ¿Cómo no van a trincarlos si se dedican a comer en un Macdonalds? Hace falta ser mentecato, cretino o disminuido mental. Todavía si estuviesen en Kansas, medio lo entendería. Pero hablamos de Francia y, más exactamente, del Perigord. Seguro que a tres pasos de aquel horrible lugar de fast-food-shit que vimos en la tele habría una taberna con cassoulette de la zona, el plato regional por excelencia, compuesto de cremosas alubias blancas, chalotas confitadas y aromáticas o magro de pato con su salsa ligada. O foie perigordien, que es la madre de todos los inventos que se obtienen del hígado de oca. O deliciosas variedades de quesos. O trucha pirenaica en salsa de nata picante, una delicadeza culinaria que resucita a un muerto y que lleva hacia Pau a más gente casi que a Lourdes la Santísima Virgen.

Los cogieron. Los pillaron in fraganti con las manos manchadas de salsa de tomate, del inefable Ketchup; los agarraron comiendo papas fritas metidas en un cartucho de papel; masticando deleznables hamburguesas de carne no filiada frita en aceite de soja y bebiendo coca-cola. ¿Cómo coño no iban a trincarlos? Los gendarmes no vigilan los mesones decentes, donde hay vino de crianza y platos de cuchara. La poli gala acecha los sitios de comida basura porque sabe que allí van los modernos etarras, gentuza iletrada, la chusma liberada que va a dejar de serlo en lo que vuela un papel de fumar. Son los problemas de ignorar la existencia de la fabada auténtica, del rodaballo al horno, el cocido de siete carnes, la olla podrida, el bacalao al pil-pil o los chuletones de buey de kilo y medio.

Y ahora la pregunta para descerebrados batasunos: ¿tan difícil es renunciar a la violencia, condenarla de palabra y por escrito, decir adiós a las armas y sumarse a las fuerzas democráticas para participar en la vida pública y reclamar la independencia o lo que coño quieran?

Debe serlo. Sin duda. Entregar las pistolas supone renunciar a un sueldo. Y cada cual se gana la vida como puede.

Antonio Cavanillas

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