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No es política, son negocios

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Lo llamaron transición. Nos vendieron que era el único modelo “no traumático” posible. Lo presentaron como la obligatoria vía para dejar atrás la vieja dictadura y emprender el camino hacia la democracia, sin provocar confrontación con las fuerzas vivas del régimen fascista, ni la resistencia de una oligarquía recelosa, que si bien olisqueaba las oportunidades que prometía una apertura del sistema, no se mostraba dispuesta a renunciar ni a privilegios, ni a su participación directa en las estructuras de poder.

Claro que esto no se decía así ?el lenguaje es un arma poderosa, capaz de condicionar pensamientos y emociones-. Lo que nos explicaron es que debíamos mirar hacia el futuro olvidando el pasado, exhortando rencores y postergando la justicia para acceder a un nuevo orden repleto de parabienes y libertades ?“libertad, libertad, sin ira, libertad” era el eslogan del momento-. Con tanto buen rollito y tanta energía positiva, no cabía cuestionar casi nada, ni siquiera que en el nuevo tablero la jefatura del estado la ocuparía, porque así lo decidió el fallecido Caudillo, una resucitada institución monárquica y además debería hacerlo, porque hay cosas que no se discuten, per sécula seculórum. La realidad es que ese modelo de transición supo presentar los cambios necesarios en la superficie para que nada cambiase en lo profundo.

Así llegaron la legalización de partidos, la Constitución de 1978, la teórica división de poderes, las elecciones “libres”, la monarquía parlamentaria, las autonomías, la televisión en color, la pluralidad informativa, “Hacienda somos todos”, y hasta el “destape”; porque el estado español, de la noche a la mañana, había pasado de ser “la reserva espiritual de Europa” ?según proclamaba el Generalísimo a través del NODO- a convertirse en “un modelo de modernidad y de democracia construida desde la voluntad de convivencia pacífica de sus gentes, con esplendorosos horizontes de desarrollo y crecimiento económico por delante” ?según los nuevos dirigentes, ahora elegidos por sufragio universal-.

Se aprecian los primeros atisbos de un incipiente estado social y de derecho, más que como una cuestión de principios, como una concesión a las capas populares aún bregadas en la lucha y la movilización como herramientas para la conquista de la justicia social y de unas condiciones de vida dignas. El “dinero” comienza a fluir -como lo hace el Ganges tras la llegada del Monzón- y el nuevo orden bien puede permitirse “costear” algunas de las medidas demandadas si a cambio obtiene el necesario clima de “paz social”. Los sindicatos, al menos los mayoritarios, aceptan una transformación destinada a convertirlos en razonables y constructivos “agentes sociales”, en su nuevo rol de negociadores registrados y subvencionados. Aumentamos nuestro poder adquisitivo, nos convertimos, progresivamente, en consumidores convulsos y disponemos de condiciones laborales que nos permiten conciliar la vida profesional y familiar o disfrutar de cierto tiempo de ocio. La educación y la sanidad se muestran, por primera vez, como valores de acceso universal. Nuestros mayores disfrutan de vacaciones económicas gracias al IMSERSO y los derechos sociales de esa mayoría que conforman las minorías empiezan a ser reconocidos y desarrollados.

Nos entregamos al espejismo y nos volvimos dóciles y acomodaticios. En ese momento, socialmente, comenzamos a incurrir en dejación de responsabilidades y nos perdimos. Dimos por buena una concepción de la política y de la democracia según la cual nuestro papel se limitaba a depositar un voto cada cierto tiempo y delegar en nuestros supuestos representantes toda capacidad de decisión y de gestión sobre cuestiones que acaban determinando nuestra vida, individual y colectivamente. ¡Confía, relájate y disfruta; nosotros lo hacemos todo por ti!

De la mano de una legislación electoral destinada a restringir el acceso a las cámaras de representación para un club selecto de partidos, se colocan los cimientos de un sistema bipartidista ?apuntalado por otras organizaciones destinadas a desempeñar el papel de bisagra- que facilita el control de la política por parte de una oligarquía renovada en su apariencia, pero fiel a su naturaleza ancestral.

Nace la “casta” política. Las derechas se agrupan en torno a un único proyecto estatal o en estructuras territoriales revestidas de nacionalismo. Entre las consideradas izquierdas la opción social-demócrata, liderada por un floreciente partido socialista, se descafeína en su definición ideológica a velocidad de vértigo y, congreso a congreso, va sustituyendo el vaquero y la pana por los trajes de Armani, los cuadros políticos imbuidos del legado de Pablo Iglesias por tecnócratas formados en Harvard.

La alternancia en el poder discurre paralela a otra alternancia, la del aireo periódico de episodios de corruptela en el seno de las organizaciones; pero el Ganges, con algún que otro periodo de sequía, sigue fluyendo y la ciudadanía acepta los hechos como si se tratara de un tributo ?quién no ha oído alguna vez el latiguillo “para que vengan otros a llenarse el bolsillo, que sigan éstos que ya lo tienen medio lleno”-. Es más, se normaliza la constitución de redes de “estómagos agradecidos” que también, alternativamente, se benefician del acceso al poder de los propios aparatos políticos, no sólo en el ámbito de los gobiernos estatales, sino y sobre todo en el de los gobiernos autonómicos y locales ?¡mi partido es aquél que me da de comer! se convierte en una frase aplaudida y recurrida por círculos cada vez más amplios y la ética política, o el propio componente ideológico consustancial a la política, son relegados a un plano cada vez más secundario y prescindible, como la calidad del vino en un calimocho-.

El propio sistema se perfecciona a sí mismo legitimando fórmulas que permiten financiar a los partidos y a las mismas instituciones, a cambio de compromisos con ciertos ámbitos empresariales y todo es permisible si el dinero corre y se abre la veda a la lujuria de los “pelotazos”. La cultura del “todo el mundo tiene un precio” se extiende como la gripe y “tonto el último” ?a estas alturas, los poderes del estado, incluido el judicial, ya se encuentran profundamente amancebados con los círculos empresariales y financieros-. Los lobbies del mercado, a golpe de talonario, se convierten en un moderno oráculo ?retroalimentado con la incorporación de ex dirigentes de los propios partidos- que suple la política con estrategias y objetivos marcados por las tesis neoliberales imperantes: Desarrollismo puro y duro; burbuja inmobiliaria; especulación salvaje, maxi flexibilización y delirio colectivo de riqueza, inducido por una barra libre crediticia que, a la postre, supondría un filón argumental para quienes pretenden zanjar tal cúmulo de despropósitos repartiendo la culpa y sentenciando que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”.

Se seca el Ganges; llega la crisis, la estafa de la crisis y de su mano, el “estado del bienestar” se desmorona como un castillo de naipes. El sistema se quita el maquillaje y muestra su verdadero rostro. Los grandes partidos no pueden evitar quedar en evidencia como meros capataces al servicio de estructuras económicas nacionales y supranacionales. En este punto, la animadversión hacia la ¿política? crece exponencialmente y es que “cuando la miseria entra por la puerta, el amor sale por la ventana”. Y ahora, justamente ahora, que la fórmula bipartidista ha perdido toda credibilidad para un amplísimo sector de la ciudadanía, se pone en marcha el ventilador de la corrupción -¿acaso no lo sabíamos ya?- para esparcir las heces y la podredumbre y señalar la política como culpable. ¿Qué política? Hasta ahora sólo hemos asistido a una feria de negocios.

Cualquiera que lea entre líneas en los acontecimientos y en la “información” que nos transfieren, sospechará que “se nos hace la cama”: Se prepara el terreno para que reneguemos de la política y aceptemos, como manita de santo, la irrupción de los tecnócratas como nuevos salva patrias, con el rescate bajo el brazo para que terminen el trabajo.

Así que este es el momento de reclamar la verdadera política, la que se escribe con mayúsculas porque nos pertenece a todos. Ni la llamada abstencionista, ni la apuesta a la carta de “a río revuelto, ganancia de pescadores” que hacen algunas organizaciones, contentándose con mejorar sus expectativas electorales, contribuirán a cambiar las cosas. Es el momento, no sólo de exigir la dimisión de este gobierno y un adelanto electoral, sino de construir la opción capaz, por un lado, de parar la debacle y por otro, de poner en marcha un nuevo proceso constituyente y hacer, esta vez sí, la transición pendiente.

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