Un profesor de Filosofía nunca muere del todo

Gara Santana

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“Miren estas aulas”. Nos dijo el primer día de clase. “¿Ustedes viendo estas aulas creen que al Estado su educación le importa?”

Yo nunca me había parado a pensar eso. Aunque a partir de ese día sí advertí que poco distaban aquellos pasillos de mi nuevo instituto del Instituto Laboral donde, gracias a una beca, había podido estudiar mi padre a pesar de un origen radicalmente humilde y el presagio del futuro destinado a los niños de los tomateros. 

Yo no fui tan buena estudiante como mi padre pero tenía unas ganas locas de aprender en un momento donde a los jóvenes nos exigían tomar decisiones muy pronto bajo la creencia de que la rapidez de nuestras decisiones era directamente proporcional a la calidad de nuestro futuro. El futuro, ya han visto, resultó una trampa.

La vida de casi todos está generalmente marcada por el momento en el que alguien cree en nosotros o nos da una oportunidad cuando de ello no obtiene ningún beneficio personal.

 Hoy quiero hablarles de un profesor que creyó en nosotros cuando la tónica general era adiestrarnos a memorizar para una prueba que supuestamente regiría el resto de nuestras vidas. La moraleja, y con esto les hago un spoiler, es que la vida no la marcan los conocimientos, sino las buenas personas que pasan por ella, dejando huella. 

Creo que no recordaría ninguna de las enseñanzas de Agustín Guijarro si no hubiese percibido en él un compromiso y vocación docente que trascendía a su profesión y un respeto por el alumnado sincero y aunque creo que es imposible que un profesor de filosofía muera del todo hoy necesito despedirme de una forma que también aprendí de mi padre.

Cuando tan solo teníamos 16 años y estábamos tan perdidos como solo se está a esa edad, Guijarro nos puso en las manos Ensayo sobre la tolerancia de Locke, nos enseñó a reconocer las falacias y nos advirtió que no éramos el ombligo del mundo. Hizo que tambalearan todas nuestras certezas subjetivas, todo lo que creíamos que era eterno y estático e hizo de la asignatura de Filosofía lo que debe ser para un adolescente: un bofetón de la vida y la preparación para vivir en sociedad.

Tenía fama de duro y de polémico y cuando hoy le recuerdo desde la perspectiva del tiempo me parece la persona más comprometida y sensata que me he encontrado. 

Cuando ya nos hicimos adultos quiso retomar el contacto con sus antiguos alumnos y nos reunió para debatir en el patio del Museo León y Castillo y otras veces en un aula que nos prestaron en el Gabinete Literario. Fue la última vez que le vi frente a la pizarra como si fuera el primer día que escribió en mayúsculas: LOCKE. 

La paradoja es que quien nos enseñó que no estamos solos en el mundo hoy nos deja bastante huérfanos con la duda de no saber a dónde van los filósofos que mueren. Se marcha cuando más falta nos hace y solo nos queda dar las gracias por haber coincidido con él, con lo difícil que era en un mundo azaroso y extraño. Gracias por creer en nosotros. Por tener la valentía y generosidad de mostrarnos el mundo que merecíamos, por enseñarnos a pensar y que el pensamiento es un aliado contra cualquiera que atente contra nuestra libertad. Gracias y que la tierra te sea leve.

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