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Tranquilo Jordi, tranquilo

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La monarquía es una institución que requiere fundadores para imponer el origen, y súbditos que aguanten sus consecuencias. Es de suponer que sus defensores disponen de argumentos para defenderla, pero muy dudoso que quienes la sufren se los crean. No cabe duda de que tanto el casting como los mecanismos de renovación son sencillos. Respecto al primero, no se requieren propuestas ni concurso de méritos. En cuanto a lo segundo, suele ser una combinación entre los orígenes mágicos o la implantación por la fuerza. En unos casos se arranca la legitimidad de las entrañas de la roca, como en las leyendas de Arturo de Bretaña; en otros, algún milico la instaura o la reinstaura para garantizar las ataduras. Desde ese momento, la herencia queda instalada en el lugar que debería ocupar la democracia, con lo que el mito fundador se sobrepone a la capacidad, la inteligencia o la moralidad de quien porta la corona.

Precisamente por proceder de las sombras, no es de extrañar que a los príncipes les chuleen las brujas, como en el caso de Macbeth, o que en las horas de oscuridad se les aparezcan los fantasmas de la memoria, como le sucedía a Hamlet. A los monarcas de cercanías quienes se les pueden aparecer son las amantes –no se sabe si agradecidas o despechadas– y los inspectores de hacienda. Una vez escribí que, en este país, los reyes suelen hacer tres discursos importantes. En el primero, aceptan la responsabilidad del cargo y juran los principios de quien les nombra; ya vendrá el momento de cambiarlos por otros. En el segundo, después de haber agitado las medallas frente a la tropa, hacen como que nos salvan la vida. En el último, cercana la caída del telón que da fin a la tragicomedia, anuncian su retirada. Durante los intermedios, van dando pinceladas de ingenio o de cinismo, como en aquella aparición del rey, ahora emérito, a punto de terminar 2011, cuando exhortó a sus súbditos a ser honestos, sin inmutarse, y enfatizó aquello de que la justicia era igual para todos. 

Es cierto que la historia de Juan Carlos de Borbón, desde su llegada a España hasta el momento en que parece estar haciendo las maletas, parece extraída de una telenovela o un drama de baja calidad, tal como se refleja en la excelente investigación de Álvaro de Cozar. Cuando aún era príncipe, solía recorrer los colegios mayores de la capital para hablar con los universitarios de su generación. En una ocasión, en que se le estaba haciendo tarde por el intercambio de chistes, en un alarde de comicidad, dijo: «me voy para casa, no sea que Sofía me esté poniendo los cuernos», lo cual fue muy reído por la concurrencia. Cuando se observa la evolución del gesto del rey emérito puede que se aprecie el poderoso efecto de los genes, especialmente los que se refrescan poco, si no se tiene cuidado con la dieta. Aquel joven monarca, al que muchos auguraban un reinado de corta duración, exhibía por entonces el semblante de alguien un poco asustado, con la expresión de quien no sabía, exactamente, qué hacía allí, pero ya había aprendido a cuadrarse gallardamente ante la milicia. En la madurez, su rostro fue adquiriendo ese aire campechano que le dio tanta celebridad. Anunciándose el crepúsculo, en esa época en que comienza a preparar su jubilación para retirarse a tierras más soleadas, su rostro ha ido tomando un aire pícaro –por decirlo con mesura–, como si nos hiciera un guiño de complicidad y nos recordase que él también comparte –a su nivel, claro– las mañas de Lázaro de Tormes. 

No cabe duda de que, en lo que se refiere al emérito, ha funcionado un efectivo pacto de silencio, en el que ha estado implicada la mayoría de la clase política, pero también la prensa, aunque los rumores sobre sus devaneos sentimentales y su presunta carrera como comisionista de éxito siempre hayan estado ahí. Hoy mismo, en un artículo de portada en el diario El País, se dedican 8 párrafos a defender a la realeza por parte de Pablo Casado, Felipe González y el presidente de la CEOE, 2 a transmitir con prudencia la postura de UP y 1 la del Gobierno. Merece la pena recordar que fue una perspicaz periodista de derechas, conocida supernumeraria del Opus Dei y con excelentes fuentes de información en el estamento militar, quien se atrevió a hablar sobre el, presuntamente, oscuro papel de Juan Carlos de Borbón en el 23F, más allá del guión oficial.

Después de habernos caído del caballo, no parece que existan muchas dudas de que la conducta del rey emérito ha sido cualquier cosa menos ejemplar. Pero esa convicción, junto a la conclusión a que llegue la justicia, debería tener otras consecuencias y aprovechar la oportunidad para responder, con serenidad y sin demasiada prisa, a dos cuestiones: si la institución monárquica tiene alguna utilidad para la convivencia y el bienestar de este país, y si tiene un respaldo mayoritario o, siquiera, significativo. Dependiendo de las respuestas aún cabría, en su caso, una tercera: ¿de qué manera y cuándo se debería iniciar una renovación de la puesta en escena? 

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