Seguramente Salvador Alba y su patinador de al lado no se han leído nunca la declaración que prestó el 12 de febrero de 2006 ante el juez Miguel Ángel Parramón su benemérito Alfredo Briganty. Ni falta que les hace, nos adelantamos nosotros a contestarnos, porque esa guerra contra la corrupción, señoras y señores, no va con todos los jueces. Aquel aciago día de febrero al muy respetable Briganty lo presentó ante el juez la Policía tras detenerlo 48 horas antes en su elegante despacho de Madrid, para supina indignación del detenido, que clamaba aquello de “ustedes no saben con quien están hablando”, cuando en realidad debió decir “están deteniendo”. Formalismos aparte, el caso es que Briganty cayó en las redes del caso eólico por ser el secretario del consejo de administración de Promotora de Recursos Eólicos, la empresa que constituyeron los hermanos Esquivel (con José Ignacio llevándose los cachetones) para concurrir al concurso eólico y llevarse el negocio que los hermanos Soria les pusieron a huevo en el muelle de Arinaga. José Ignacio, por si no lo recuerdan, es hermano de Javier Esquivel, el que cedió en aquellas mismas fechas en que se tramitaba el concurso eólico uno de sus lujosos chalets al hoy ministro de Industria. Pero volvamos a Briganty. El hombre no se podía creer que lo detuvieran a él, un prometedor y bien colocado abogado grancanario triunfando en Madrid en el campo de la patronal del automóvil, al que Soria, José Manuel, llegó a proponer en 2003 ser delegado de Gobierno en Canarias en una reunión secreta celebrada en el hotel Miguel Ángel en presencia de Ángel Acebes y María Dolores de Conspirar, a la sazón emparentada con Briganty por haber estado casada con un primo de la mujer del todavía imputado eólico. De ahí que aquella mañana de febrero Alfredo Briganty se presentara cabreado ante Miguel Ángel Parramón. Cabreado y seguro de que no lo habían podido coger en un caso de corrupción así. Pero a medida que progresaba el interrogatorio y Briganty reconocía su voz en diversas conversaciones, la altanería se tornó en reconocimiento de los hechos, y el estirado abogado de Madrid salió con las orejas gachas del despacho de Instrucción 7 en el que depuso.