Tras proclamar que respeta profundamente a la justicia e invocar su sagrado derecho a la libertad de expresión, que nadie le ha negado en ningún momento, don Pepito empezó a sincerarse y a mostrar su consternación por lo mal que se porta la justicia con él, alma cándida y espejo de nobles virtudes, además de martillo de herejes y torquemada de rojos irredentos. Por ejemplo, recordó cómo varios jueces de Las Palmas le afearon públicamente, en un reportaje de La Provincia, sus editoriales xenófobos y racistas, lo que acto seguido le granjeó una condena institucional del Parlamento de Canarias. Las declaraciones de aquellos jueces las recortó el editorialista y las mandó al Consejo General del Poder Judicial, que archivó las diligencias de manera prácticamente automática al comprobar el tamaño de la memez y la razón que avalaba a sus señorías. Don José, cabreado como nunca, recurrió ese archivo ante el Tribunal Supremo, diligencias estas de las que no teníamos noticias hasta ahora, cuando este mismo martes el dueño de El Día reconoció ante el juez que también el Supremo lo había mandado muy elegantemente a pulpiar. Sus lamentaciones ante la juez de Instrucción 1 de Santa Cruz de Tenerife, donde el imputado declaró, alcanzaron al Tribunal Constitucional, ante el que afirma haber recurrido incluso la declaración institucional del Parlamento de Canarias tachando de contrarios a la convivencia esos encendidos editoriales del imputado don Pepito. O imputado don José, según convenga a cada cual.