La clarea del pastor

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Eduardo Martínez Santos me contó una vez que los pastores utilizan ese término para explicar el momento en que se para el viento a la caída de la tarde; momento en que la luz se apaga y aún no ha llegado la noche y que ellos aprovechan para recoger el ganado. Me ha venido a la cabeza esa explicación cuando más la necesitaba; cuando empezaba a sentir el cansancio de la fatalidad, la rara sensación de haber fracasado de alguna forma, de haber desordenado el mundo que nos rodea, como si el estallido de un volcán fuera de alguna manera responsabilidad de los habitantes de esta isla nuestra, lo que nos hace sentir culpables sin necesidad. Como si el rebaño se hubiera dispersado de repente y anduviera enloquecido dando saltos por esos montes y nosotros, que estamos pastoreando todo el día, fuéramos los culpables de tal desconcierto por no haber sabido guardar bien nuestras ovejas y ahora, sentados en la tierra, abatidos, desolados y muertos de cansancio, nos llegara el castigo.

Porque lo que nos sucede en estos momentos es algo parecido al cansancio, al correr y volar de quien anda todo el día detrás del ganado llevándolos de acá para allá, empujando a las más tercas, a las que se apartan del rebaño, a las más rebeldes; aquellas con las que no pueden pastores ni perros especializados en agruparlas y conducirlas al redil. ¡Extraña manera de comportarse un animal en apariencia tan dócil! Algo parecido sucede con los acontecimientos que se rebelan, se disparan, se extravían, se desordenan delante de nuestros ojos y no parece que haya manera de conducirlos y dominarlos. Así estos días, así el fuego, el rugido constante de la lava; así las noticias, una detrás de otra atropellándose, invadiéndonos, cubriéndonos de ceniza.

Y, entonces, ocurre. El viento se para, se paran las catástrofes, se para el mundo lleno de desgracias y pesadumbres y la luz se apaga y recogemos nuestras cosas, nuestras penas, nuestras penalidades y, sin necesidad de que haya llegado la noche, nos sentimos, sentimos esa extraña paz que sucede al desorden. Son unos segundos, minutos quizá, pero son lo suficientemente precisos como para determinar nuestras emociones y nuestros pensamientos. Hermosa imagen del descanso que necesitamos en estos momentos de desasosiego. Sentados en el único banco que hemos conseguido salvar del fuego, las manos sobre las rodillas, la mirada perdida en no sabemos dónde, vemos llegar lentamente el ocaso de un día distinto a otros días consumidos en ese mismo banco. La última luz del día, la clarea del pastor ocupando el mundo y lo que hasta hace poco tiempo era nuestro horizonte.

Sentado en ese banco, el viejo que lo ha perdido todo: la casa, la tierra, los sueños de un poder morirse tranquilo y en paz viendo pasar los días uno a uno mientras cuenta, relata, rememora, el pasado, ya no mira a ninguna parte. Los ojos bajos, la espalda hacia adelante soportando el peso de una vida. Esa espalda que ha acarreado sacos, piedras, piñas de plátano, nietos… ya no aguanta más. Ese hombre, hosco a veces, socarrón siempre, tierno en los pequeños gestos cotidianos, ha sido un ejemplo durante varias generaciones. Y al recordar a muchos como él que se sientan en la oscuridad porque ya no quieren saber nada más del mundo y sus naturales miserias, quiero decir algo, contar algo que hace tiempo me contaron y hoy quiero recordar junto a ellos para sentir una vez más la ternura de esos hombres que ya ni nos miran.

“El mejor regalo que me hizo mi padre fue el tiempo”. Le contó un amigo a David, el agricultor que se vino arriba y se hizo viticultor y ahora me explica a mí con paciencia infinita (igual que hace cuando elabora el vino) lo que significa para un niño que su padre le dedique tiempo. El amigo le contó que, si el padre iba a cavar lo llevaba con él, le compraba una azada pequeñita y cavaban juntos, y si compraba cinco cabritas a él le compraba otra pequeña para que fuera con él y aprendiera a pastorear. Y así siempre. Lo que el padre hacía lo repetía el niño como un juego, como muestra de admiración hacia aquel hombre que lo era todo para él. El niño aprendió a fuerza de cariño el buen oficio del padre imitándolo, jugando a ser lo que el padre representaba. Y aquel hombre, el mismo que probablemente hoy está ahí sentado al pie de una casa que no es la suya en una calle que tampoco es la suya y deseando morirse, debe saber, tiene que saber, que aquella enseñanza de trabajo y amor se la devolvemos hoy con un abrazo infinito que significa agradecimiento por su sabiduría, por su lucha diaria, por su forma de querernos sin palabras. Que lo admiramos y respetamos, y que no hay lava en el mundo que pueda destruir lo que él nos enseñó. Que él es la mejor herencia que pudimos tener. Perdimos todo, es cierto, pero a él no lo perdimos ni lo que sembró en nosotros se perderá jamás. Y que hoy, al caer la tarde, recogeremos, una a una, las ovejas, el fruto de los campos, la ropa y lo que podamos llevarnos a cuestas y nos sentaremos a su lado a esperar la clarea del pastor llenos de esperanza. 

Elsa López 23 de octubre de 2021

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