Diario de un volcán

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Un animal hambriento nos chupa el alma y el alma de las cosas. ¿Qué hacemos ahora sin alma? ¿Qué hacemos como murciélagos sobrevolando la nada?

El sábado dieciocho, a media noche, cuando dicen que ocurren las cosas malas, nos agarraba de la cama para vernos temblar, para infundirnos temor pinchando con las patas delanteras nuestro miedo. Sentimos temor ante el recóndito fuego interior de la tierra. Tememos lo que desconocemos.

El domingo a mediodía, en Las Manchas, zona de riesgo, se revolcó furioso, empujando amenazante el suelo. Las paredes temblaban como si fueran a derrumbarse, de manera que mi hermana y su familia llegaron a nuestra casa de Todoque con la mirada desencajada, huyendo de los fuertes temblores. 

Descargamos de los vehículos los conejos y las gallinas, y las palomas de mi cuñado colombófilo. Primero los animales, nos decía mi padre, en caso de huida, siempre primero los animales. Los ubicamos en la huerta. Entre los aguacateros, las naranjeras y los anturios, sequitos por el fuego que generó la ola de calor del fatídico temporal de agosto que dejó sin casa a tantos amigos y vecinos del Valle de Aridane. Desmontamos los colchones de los vehículos y los acomodamos en los cuartos desnudos para la familia acogida. Esperando. Por si el resto de familia necesitase instalarse con nosotros; los cuatro hermanos en la zona caliente de Las Manchas. 

Con semáforo amarillo, había que estar preparados para la evacuación. Lo habían advertido el día antes en una reunión celebrada en el terrero de lucha de Las Manchas. Desde que se pase de amarillo a naranja, habrá evacuación inminente para Jedey, San Nicolás, Manchas de abajo, El Remo, Puerto Naos y la Bombilla. 

Aunque libre de desalojo, en Todoque, el ruido y los temblores se intensificaban, cobraban fuerza. Crujían los cristales, temblaba el suelo, sonaba el interior de la tierra con voz ronca, rabiosa. De pronto, pasadas las tres de la tarde, se oyó un trueno sordo, un taponazo; parecía que dos nubes gigantes impactaran entre ellas y abrieran en la tierra un profundo barranco. Un estallido titánico. Como si el tejado se hubiera desplomado sobre nuestra cabeza.

¡Explotó, ya explotó! Arriba, enfrente de nuestra casa. ¡Tremendo fogonazo! Nuestras caras pálidas. La voz entrecortada. Pánico en la mirada. Del horrible estruendo emergió una inmensa columna de humo negro, a la manera de hongo deformado, que rugía con la intensidad de un millón de fieras. Al principio solo temblor, luego tronaba, como si el cielo todo se hubiera vuelto al revés, primero el trueno y luego el rayo. Y rugía y escupía lava en la Cumbre Vieja, por Cabeza de Vaca, en donde recogemos nacidas y tortullos cuando llueve. Ay, la lluvia. Esa amada nostalgia.

Por la potencia del zumbido, por la magnitud de los temblores, presentimos que se abriría otra boca justo en el centro de casa o en el patio o en el estaque, por el modo en que se agitaba en ondas la superficie del agua, lo mismo que si estuviera nadando una bandada de patos. Impresionaba todo. Intuimos que en dos o tres minutos las rocas ardientes vendrían detrás siguiéndonos los talones, persiguiéndonos, y nosotros petrificados, igual que cuando soñamos que estamos huyendo aterrorizados de un asesino y se nos bloquean las piernas, la puerta trancada, y no podemos volar. Cómo no tenerle miedo a una fiera que se revuelca y embiste tras nuestros pasos. Y aúlla acechante, con la belleza feroz de una llama que se agranda embaucadora. Por la cercanía y presunta dirección de la lava, el volcán era nuestro enemigo, poderoso y despiadado. 

Y todo fue un corre corre. ¿Qué nos vamos a llevar? Lo imprescindible. ¿Y adónde? ¿Y dónde lo pones? Algún recuerdo personal, el portátil, mis libros… ¿Qué te llevarías de tu casa en caso de salir por pies? Nada o todo. 

Miramos arriba, adonde se mira cuando no sabemos algo. Suponíamos que el comité científico nos avisaría con tiempo dónde reventaría y saldríamos sin pausa, pero tranquilos. Pero en connivencia con la naturaleza, el volcán nos metió la zancadilla. A primera vista, a pocos pasos de las viviendas. Y todo se trastocó. 

Salimos de casa huyendo con lo puesto. Sin saber adónde. Antes de la escapada, les abrimos las puertas de la huerta a los animales. Quedaron desamparados. Los pobres.

Los consuegros nos ofrecieron su hogar y nos acogieron en Tazacorte. Aquí era más llevadero el estrépito, la llama se veía más lejos. El miedo se apaciguó. Algo. Los hermanos desperdigados, uno en casa de una cuñada, en la montaña de Tenisca, dos con sendas familias en Argual.  Mi hermana en la casa de una amiga en El Paso. Mis hijos aquí. Los campamentos habilitados también brindaban ayuda. Las gentes que nos aman nos acogen, nos ofrecen su intimidad, su olor, una cama con sus propias sábanas. 

Al anochecer del domingo, el animal rugía bravo. Noche insomne. Los ojos clavados en la llama. Arriba. Volvimos el lunes a casa a llevarnos algo, los papeles, algunos libros amados. Rápido, todo muy rápido. Los libros se nos caían de las manos, el portarretratos de nuestra boda perdía el soporte.

Desde la montaña de Todoque le vi las fauces al enemigo; la lengua virulenta abarcaba de lado a lado el terreno, deduje que tendría medio kilómetro de ancho. Nos engulliría a todos; una mole de fuego disfrazada de piedra negra que arde. El diablo. Ese era el diablo. Cómo no tenerle miedo a una mole insaciable que se revuelca implacable mientras avanza con tridentes encendidos, con calma, pasito a pasito, mirándote altivo, por encima de los hombros, amedrentándote como diciéndote: Aquí estoy; te voy a devorar; y no ahora, dentro de unas horas. O dentro de unos días. O semanas. Lento, muy lento. Y desplazándose y engullendo.

Vi tan cerca el muro inquebrantable de la colada que parecía que tú estuvieras sola en el interior de una cueva gigantesca y las paredes negras repletas de grietas, por donde aparecen las brasas, crecieran y crecieran ramificándose en forma de brazos hirvientes alrededor de ti y, cercándote en una lenta danza macabra, te acorralaran. Le oí la risa sarcástica y tú chiquita. Igual que un caracol.

El martes pudimos regresar a casa de nuevo escoltados por diez operarios, la solidaridad de los responsables del ayuntamiento. Ya las casas sin luz ni agua.

El tiempo controlado, quince minutos. Las carreteras bloqueadas. Cuando cortan las carreteras es como si te cortaran las piernas. Las dos interminables filas atascadas, accesos colapsados: las impacientes camionetas que iban, los furgones desmoralizados que regresaban cargados de muebles, neveras, colchones, calderos. Algunos con puertas y ventanas arrancadas a las paredes por si acaso. Todos retenidos en los numerosos controles. Sostenidos por la doble mascarilla que nos protegía de la toxicidad de los gases, asomaban abatidos los ojos del miedo. Un triste éxodo, intentando volver a las casas a salvar qué, no sé, cualquier cosa; las fotos de mis hijos bañándose desnudos en Taburiente, las de papá tocando el acordeón en la bodega, las de mamá ordeñando las cabras con las uñas pintadas de lunares. Mamá no nos hubiera dejado desamparados ante una fiera así. Ella nos amaba como amaba a sus gallinas y a sus cabras. 

Pero ¿quién, si se lo permiten en periodo de guerra, no vuelve ese ratito a su casa? Una mirada a un cuadro, al sofá, a pasar los dedos por las tapas viejas de los libros sobados. Ay, ese regalo de reyes de mis hijos que me emocionó: las obras de Borges, las desgastadas con tapas duras de color morado, ahora recién encuadernadas.  

¿No se lleva este cuadro tan bello, señora? Lo firma su hijo, me dijo emocionada una operaria ante el cuadro de una madre india amamantando a un bebé esquelético. Ah, no lo había pensado. No piensas nada. Solo miras las cosas para grabar su esencia en la mirada como si fueras una cámara de las buenas, de las de antes.

 ¡Ah, los anturios! Y a hurtadillas, a escondidas de los operarios, como si estuvieras robando, en complicidad con mi hija, dentro de una bolsa negra de basura de las grandes, metimos tres anturios rojos (de pimiento). Los anturios no son necesarios. ¡Pero los de pimiento son tan hermosos…! La gente del campo no puede vivir sin una flor.

De madrugada, sin pegar ojo, a las tres es la hora en que te comunicas con la gente que está en línea, con los amigos cuyas casas y fincas corren riesgos, con los hermanos. La incertidumbre da paso a la inquietud. ¿Saben algo? ¿Por dónde va? ¿Qué dirección lleva? ¿Sigue directa a casa o cambió de rumbo? Te dicen que tu casa o la de tal familia o amigos está en el punto de mira de la lava. Que si no se la lleva hoy, al expandir la panza, lo hará mañana. Y piensas, si se va a llevar la casa de uno que se la lleve ya de una vez. Un sufrimiento a la espera, ¡no! Qué mal se lleva la incertidumbre.

Y vi cómo la bestia se tragaba las casas de la gente que amamos. Y me erizó la piel tan mala calaña. Primero se detiene unas cuantas horas delante, acechando nuestra intimidad, a través de las pacientes ventanas que hemos dejado abiertas por los nervios, se prepara antes de hincar las pezuñas en los patios repletos de orquídeas, buganvillas, de geranios; les arroja su aliento negro. Las mira  provocadora desde sus catorce o más metros de alto, resuella con sorna, las empuja con su panza asesina y atrapa violenta la presa con las garras. Les bebe la sangre, les desgarra la carne, destripa su interior. Les quiebra el alma.

Porque las lenguas de los volcanes son bífidas, se dividen, se parten, se multiplican como las lenguas de serpiente porque así hacen aún más daño. No ha llegado ni una colada al mar, y sale otra y después otra y otra. Nueva colada bajando por el oeste; ¡esta está fea!, dicen. Otra casi paralela, al sur, que no tiene muy buena pinta, dirigiéndose a tal camino bordeado de casas, peligran todas. Pocas se salvan. Una grieta que se abre, un cono que se rompe y desaloja enormes bloques de lava y tú, espantada, trazando con un lápiz sobre el mapa la posible trayectoria inexorable de las coladas. Pendiente. A ver qué va a pasar hoy. Un sinvivir.

No hemos muerto, pero se ha tragado muchos años de esfuerzo, nuestro entorno; sepulta nuestras casas, maltrata los sentimientos; destruye nuestro modo de vida, entulla para siempre la memoria, las tierras, los recuerdos de nuestros abuelos, de nuestros padres, los cultivos, las vivencias.  Sin pegar ojo en la noche, los agricultores le dan mil vueltas a la cabeza, con el corazón en un puño, pendientes de sus aguacateros, de las plataneras. Melancólicamente las miran desde lejos con afecto nostálgico. Enterrará algunas fincas y, de las que queden en pie marchitas, se malogrará la cosecha, esta y las siguientes. Hundidas entre las montañas de lava las carreteras, sin riego, con las piñas llenas colgando negras de las matas sin posibilidad de corte, arañada la piel de los dedos de la fruta por el vaho de la bestia. No es mera corazonada, es más que una intuición la sensibilidad que otorga al platanero la experiencia, una vida entera entregada al plátano. Lo demás, un sobresalto oscuro, ¿cómo puede tan cruel esa alimaña escacharnos nuestro interior, aplastarnos la esperanza? ¿Y después qué? ¿Qué va a suceder después?

El jueves de madrugada volvimos a casa por si algún animal hubiera quedado rezagado. Quince minutos es lo estipulado. Hay que compartir los operarios acompañantes con la gente que quiere regresar de nuevo a sus hogares, a ver. Algo. Todos los animales seguían en la huerta, negra por la ceniza. ¡Animalitos! Lo único verde, los ojos de mi marido. Tristes. Los huevos de las gallinas desperdigados entre el perejil. Una coneja madre encogida en una esquina del patio, esperándonos acurrucada. Asustada por la discontinua voz atronadora del monstruo: ¡Booom, boom!, como el latido salvaje del corazón pero sin corazón. Conseguimos llevarlos a un lugar más seguro. De nuevo, la solidaridad de la gente de La Palma. Nos prestan hasta sus corrales.

Ya de regreso a Tazacorte, en la orilla de la carretera, en una cuneta de las Norias, vimos en la tierra una pequeña almohada estampada con dibujos de muñecos, cubriéndola ya el velo oscuro de la ceniza y la nostalgia. Se habría caído de alguna camioneta. Y todos nos miramos. Nublados los ojos de ceniza.

Pero si miras bien los ojos de la gente que ha perdido su casa, moviéndose de allá para acá dentro del llanto, ves algo que respira, como un granito, algún recuerdo que se ha solidificado, las alas de sus pájaros ahora a la intemperie; no, las alas, no, el vuelo; el código genético de la fuerza para seguir bregando.

Ayer, domingo veintiséis, cuando en la torre deberían haber sonado las campanas convocando a los fieles a la iglesia, la fiera la embistió; llevaba un par de días aguardando cerca de las barandas de la plaza, vigilando, digiriendo las casas lentamente, amenazando a las que engulliría después, y a la espera de que se destara voraz su apetito. Y la atacó. Vimos la torre en el aire, primero flotando siempre hermosa, como queriendo volar hacia lo alto estimulada por las plegarias de la gente, empujada por los laureles que intentaban protegerla, las campanas girando sin un son, las pobres, calladas, silenciosas, con un nudo en la garganta previendo el desenlace. Luego la torre exhausta sucumbió entre las garras de la bestia. No sé qué sería de los pájaros.

Hoy, lunes, veintisiete de septiembre, su objetivo, acabar con el barrio. Pasó la noche en Pampillo devorando lo que queda de Todoque. Porque el volcán no duerme. Nunca. Al amanecer calló de repente para mantenernos en vilo. Solo unas horas. Resurgió iracundo. Su plan, nuestra tristeza y la montaña. Agarrar la montaña con sus brazos. Abrazarla y abrasarla. Queda el olor de las retamas que florecían en la falda y unas ramas tristes con flores de ceniza resbalándosenos de las manos. Y nosotros que seguimos aquí, esperando. Siempre hay algo por lo que esperar.   

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