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Diario de un volcán VI

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Veintiuno de noviembre. Cuarenta terremotos en la mañana. Sesenta y cinco días de erupción. En el sótano del edificio, bolsas negras desparramadas sobre el piso de cemento, y, en círculo, la ropa de abrigo que hemos recuperado de la oscuridad. La desgastada camiseta negra con bailarines en el pecho adquirida en el museo Kafka. Las letras desvalidas del nombre se adhieren al beso que le estampamos. ¡La trajimos de casa en el último rescate! Las escurridizas alegrías de nuestro proceso. Gracias, Kafka. Y gracias a la generosidad del vecino de Tazacorte que permite este forzoso almacenamiento de enseres que escalan las paredes y que debe esquivar cada día al meter o sacar su camioneta para ir a los plátanos que le quedan.

Al garaje subterráneo llegan en off unas sirenas entrecortadas por la voz de alarma. Alerta. Se va al traste la fugaz alegría de la excarcelación de bolsas. Hay un gozo divino cuando encontramos lo que necesitamos y que ignorábamos que habíamos salvado de la casa sepultada. Pero ahora las alegrías son chiquitas, merman como las agüitas de tila que se consumen olvidadas en la placa eléctrica porque, en el fondo, desearíamos una cocinilla con todas las de la ley, con hornillos de fuego de verdad, no un fuego ilusorio, no. Aprisionado el pensamiento por el volcán.

Subimos a toda mecha persiguiendo el altavoz del vehículo oficial: “Atención, les habla la Guardia Civil, por emanación de posibles gases, por favor, acudan a sus domicilios y permanezcan en las casas, desalojen las calles, gracias”. La colada invadió el mar, riesgo de inhalación de gases nocivos para la salud. Rota la libertad y la tendencia descendente de algunos parámetros, con picos en el dióxido de azufre e importante aporte de lava.

De modo que PEVOLCA activa el confinamiento en San Borondón, la Villa de Tazacorte hasta el Cardón, y el camino de los Palomares.

Lo escuchamos en directo desde la azotea, oscurecidos por la tonga de humo que la lava desentierra del mar. Lo vimos. Al alumnado desalojando el CEO Juan veintitrés. En un par de minutos se vaciaron el colegio y el pueblo. Pero nosotros allí, dispuestos a mirar, castigados por culpa de los ojos que quieren ver la seductora hecatombe de la lava en el agua. Que no castiguen esta desobediencia. Que no confisquen nuestra mirada.

El Perdido. El chorro brutal de la colada que desde hace días avanzaba engullendo casas y plataneras entre las desamparadas montañas de Todoque y la Laguna irrumpió hoy, veintidós, en el mar por el acantilado del Perdido, cada vez más cerca de Tazacorte.  Cerca ya de nuestra finquita de plátanos que resiste. Y del muelle del Puerto con forma de tornillo. La bruma hirviente se revuelca y asciende oscura entre las asombradas olas. En columna giratoria como el hongo de la bomba de Hiroshima sin sombrero, decapitado.

De noche, desde el Puerto, la lava que se desrisca hipnotiza a los turistas apiñados en la punta del muelle del Puerto; hurgan un hueco entre la muchedumbre. Su maravillada curiosidad nos pisa, nos aparta del muro protector. El parpadeo persistente de sus flashes sobre el mar no desgasta el hechizo diabólico del Perdido, poseído por ella. Por la lava que cruje y lo derrama. Perdido en la eternidad.

El veinticuatro, un grupo de vecinos del Corazoncillo, Las Manchas, solicita una asamblea con el puesto de mando avanzado por las restricciones impuestas a los vecinos que precisan volver a sus casas, tanto en zonas de emergencia como en las excluidas, para eliminar la ceniza que las entierra.

El veintinueve, en el polideportivo Camilo León, en medio de un ambiente caldeado, los emisarios argumentan a la asamblea que hay alteraciones en gases que cambian de repente la densidad del aire, se diseminan y disparan los dispositivos; además del dióxido de azufre con el que convivimos desde el principio, el monóxido de carbono, y otras nuevas sustancias inodoras difíciles de percibir con distintos índices de peligrosidad. Y habría que proceder a la evacuación inminente como sucedió ayer con los operarios de la desaladora en Puerto Naos.

Puesto que estas limitaciones coinciden, según los vecinos, con el fallecimiento de un hombre que barría la ceniza de su vivienda en la zona de exclusión, los afectados creen que se han extremado en exceso las precauciones, por lo que reclaman que se esclarezca y divulgue la causa de la muerte.

En un criadero, al que entraron para alimentarse, diez conejos murieron. Otras tantas palomas. Una bocanada de aire que se inhale de estas sustancias inodoras, según los expertos, se percibe con ciertas molestias como picor en los ojos, escasez de aire, mareo y, al fin, la muerte dulce. El volcán modifica el protocolo de actuación. No ceden a la petición por seguridad.

Se establece nueva forma de acceso para retirar la ceniza de las viviendas mientras dure la emergencia. Para evitar el tortuoso viaje por Fuencaliente, a la entrada del túnel de la Cumbre se advertirá en los carteles luminosos si el acceso está cerrado. De la zona de exclusión se encarga PEVOLCA. Fuera de esta zona, presidirá el grupo de limpieza un vecino, práctico de trabajo, que advierta de las peculiaridades del lugar que se limpia.

Ah, y los ratones. El avance de las coladas sobre sus hábitats, además de los comederos de animales en las casas han generado la proliferación por el barrio de ratones que huyen de la lava y saltan a sus anchas sobre la ceniza y dentro de las casas como una plaga. Se rebelan contra el invasor invadiendo las viviendas que sobreviven mudas, expectantes, con la moral y los ratones arrastrándose por sus suelos. Y si fuera al revés, si ejercieran de protección, si mantuvieran viva la esencia de las cosas, ¿habrán contribuido, con su alma de rata, a la supervivencia de las casas?

Algunos vecinos del Corazoncillo, que defendían sus casas en esta reunión, saldrán pronto del chat “Para limpieza de ceniza” porque sus viviendas formarán ya parte del volcán por la lava asesina que vendrá mañana.  

A mediodía del veinticinco, cuando nos creíamos curados de espanto, una lava furiosa se abalanzó ladera abajo destino al Cementerio, hasta hoy indestructible, con la intención de suprimir de cuajo nuestro pasado. El camposanto de las Manchas siempre fue su meta. Y lo que está más abajo y lo de al lado. Y lo de allá.

Los rosales. El cementerio de los rosales. Nunca vi rosas más duraderas. Eran perpetuas, como sacándole provecho a la eternidad. Daban ganas de cortarlas furtivamente, no para nuestros muertos, sino para nosotros, los vivos, para que, adorándolas, nos perpetuaran. Era lindo. Paseando por sus jardines, menospreciabas el ramo que llevabas a tus padres. Olías vida en un campo de muertos. Trepada en el escabel para alcanzar el nicho de papá, veía a Todoque dándole la mano a La Laguna, hermanados, reales. Porque existían. En El Paraíso.

No pueden escapar. Nuestros muertos no pueden escapar de esta cremación. Reciben la barbarie en silencio, escondiditos, acurrucados en el tiempo, desabrigados, y abandonados por la montaña Cogote que los había protegido hasta hoy. La muerte dentro de la muerte. La noche dentro de la noche. Nuestras voces dañadas no salen como voz, se vacían de nosotros para exorcizar el miedo. Si pudiéramos ponerle ruedas a lo que va a sucumbir para que escape ladera abajo antes de la deglución. O alas. Empujar la fiereza de la lava hacia otro lugar inexistente, hacia la tercera dimensión.

La voz hundida del audio que se difunde es de Alberto, el párroco de los barrios arrasados que concluye: “Les damos vueltas en el corazón, afloran en la memoria y están vivos”.

Un vandalismo. ¿Cómo redimirnos de su sustancia? Se atrevió a descuartizar los restos, a interrumpir su descanso. Sagrado. Pero no lo suficientemente sagrado para su gula.

¡Una suplantación en toda regla! El volcán quiere prolongarnos en sus cenizas, no en las cenizas de nuestros seres. ¿Qué nos advierte? ¿Que antes de volcán fue cementerio?

¿Hallaremos el acordeón que sonaba en la lápida de papá? ¿Y las dalias que crecían en la de mamá? Los flecos multicolores de las bufandas. Las dos cabras con las patas delanteras elevadas brincando en el mármol blanco. Emblemas que desaparecían detrás de las puntuales siemprevivas.

Mamá amaba las dalias como a sus cabras. No conciliaba el sueño si sus cabras tampoco soñaban. Las noches que pasó en vela junto a Morisca cuando se puso de parto. No quieren salir, decía. Están a gusto dentro. Después de tres días con sus noches de guardia, Morisca parió un cabrito negro. Con el segundo no pudo. Era de color barro y nació muerto. La placenta también se resistía. Mamá se remangó la camisa hasta los hombros, se esterilizó con agua de manzanilla y, con la exquisita precisión de un cirujano, introdujo el brazo firme como una esperanza en el útero materno de Morisca.

Yo la alumbraba con un candil de petróleo, y Morisca, con la cabeza ladeada mirándola, se lamía el hocico fundiendo el gesto heroico de mamá con el materno afecto animal extasiados en la placenta. La ternura de Morisca trascendía su sangre coagulada. Que caía en hondas entre los dedos ensangrentados.

De mamá. Que recorría triunfante el Callejón con el fonendoscopio danzando en una bolsa colgada del brazo y el balde con los desechos para los cochinos, que recogía en las casas de los vecinos, en la otra mano. “Maruca, que está matunga, quiere que le pese la tensión.” Les tomaba la tensión a las vecinas, como siempre. “Estás bien, les decía mamá, un poco alta la baja, pero bien.” Hubiera querido ser enfermera; sin embargo, el entorno y la época le robaron el aprendizaje, no la vocación.

Pero era una diosa. Veinticinco de noviembre: Día Internacional de la Eliminación de la violencia contra la mujer. Las denuncias contra esta violencia se han incrementado en la isla después del volcán en un sesenta por ciento. Amontonados en apartamentos pequeños, los sentimientos bajos, hasta ahora aletargados, afloran. Ya no es posible el disimulo. El volcán, aliado de los crueles.

A las cinco de la tarde de este fatídico veinticinco, nuevas bocas se abrieron en una nueva fisura al sur del cono. No está satisfecho con las del norte y busca feroz el equilibrio en las del sur. ¿Era necesaria esta perversidad? ¿De dónde saca tanta energía? ¿Se libra de ella para obnubilarnos? Nos encoge, se introduce en nuestro pensamiento, nos capta, y cuando se extinga, si es que eso sucede algún día, ¿nos deja como zombis, desatendiéndose de nosotros? Para reducirnos y hacernos ceniza antes de tiempo.

Justo en el patio de una casa casi invisible, hasta las tejas de ceniza, rompió la tierra de Bernal, la redujo a su boca, la abrió como el sumidero desportillado de una ducha de cemento y escupió lava a borbotones, tan líquida que parecía el vómito de una noche de resaca. Este desenfrenado desagüe amenazaba las viviendas de mi familia. A sufrir más hoy. Los móviles abrasan: “Familia, en breve le tocará a mi casa, pensé que estaba   preparada, pero no. Nunca estamos listos para perder parte de nuestra vida”. Escribió ella con la casa quebrándose en sus palabras.

Buenos días, dice aterrado mi hermano de madrugada, cuya casa está en riesgo, ¿alguien sabe algo? Y otro, ¿esta colada afecta la casa de mi hija? No lo sé, no sé nada, estamos a oscuras de la situación. Por dios, es dantesco. Esclavos de la destrucción, con los brazos cruzados, esperando exiliados. Este volcán atenta contra la dignidad, contra el esfuerzo. Del camposanto a la pérdida del pasado va un paso, de Kafka al holocausto; los vínculos de la mente con la perversidad son venenosos. ¿Suceden execrables para crear historia?

El veintiséis amanecemos pegados al audio de Tony, vigilante como un vulcanólogo: “Buenos días, pues nada, contarles que gracias a dios esta noche, con toda la lava que estaba y está saliendo, más o menos, por lo que veo, no va por sus casas, sino que está bajando a toda mecha y se pierde por el sur de la montaña de Todoque. Y la que se llevó el cementerio, desde aquí se ve que se paró más abajo, a doscientos metros de la carretera del Hoyo que va para el Secadero”.

Si nos despojamos de la mente, ¿nos sanará tal renuncia? Es que nos daña, eh, domina nuestra respiración, controla el corrientazo que se propaga hasta la primera vértebra de la columna, se diluye piernas abajo y tú en espera, en estambái, se expande y recorre la espalda como brusco oleaje. Cuando parece que te vas del mundo, aprieta las vértebras cervicales y explosiona en la cabeza igual que electrodos, con clavadas frías en el cráneo. Y no piensas en que los vasos sanguíneos se contraen debido a la tensión muscular, sino que la lava se estrecha como un hilo y viaja salvaje en ti, al revés, de abajo a arriba.

El apocalipsis. ¿El fin del mundo será así? La noche del veinticinco, los rayos volátiles, los relámpagos, la llama elevándose en medio de los truenos. Una charca de lava bajo el cono, engañosamente hermosa, se vengaba con fluidez mortal de la tormenta. Acorrala nuestros ojos encharcados abajo en el lodo, los envenena con su brillo y los ata arriba a su llaga ardiente. No mengua ni con la luna. ¡Que nuestra miserable atracción te seque! Para siempre jamás.

El día después. Sin cementerio, sin horno crematorio, el único de la isla, la lúgubre paradoja nos golpea: el horno incinerador fue incinerado. Para hacer cenizas a los nuestros habrá que transportarlos a Tenerife. Las calles de Los Llanos sombrías por la lluvia y la nostalgia entre cenizas: “A ver qué nos deja la vida”. Otra bajo el paraguas: “No les pregunto nada, pregunto por saludar. Pues eso. ¿Viven ahora en Tazacorte?”. Sí. “A ver si respeta el de Tazacorte. El cementerio.” Ojalá. “Es precioso. Una reliquia.” Sí. “Mi hermana no pudo ir hoy a trabajar. Los ojos como puños por mamá y papá. Ya, ni siquiera una flor se les puede llevar.”

Una flor es como respirar.

“Anoche fue horrible. ¿Sabes que cuando oí los truenos, a media noche, pensé que el volcán reventaba encima de casa? ¡Qué susto me llevé! ¡Toca aquí!”

Por el móvil, mensaje de la Consejería de Agricultura de Canarias: Cuadro de reparto de anticipo de ayuda por la fruta afectada debido a la ceniza del volcán. Condiciones: superficies bajo colada, por la ceniza, por finca cercada por lava, por esto, por lo otro.

Como rayos ya en el barullo, en la cola del almacén de empaquetado. La cola conversa porque necesita desahogarse con los iguales y se explaya; desconfían de estas ayudas que van a solicitar tanto como de la inmunidad de sus casas. ¿Y tu casa? De momento allí está, pero viene una lengua por detrás y se la lleva, no escapamos, ¿y la de ustedes? La dichosa colada que pasó por el cementerio rodeó la huerta y nos dejó la casa en el aire, ¿para qué?, ¿para saber que está sin estar?, para hacerte más daño viéndole la cabeza. A ver si las ayudas llegan, la del Cabildo está llegando, dicen. A nosotros no, ¿y la del Ayuntamiento? Tampoco. Dijeron que pronto, a ver; ni para un cortado en la cartera. Lo que tengo es ganas de que pare de una vez. Ahí, escapando, no hay otra solución. ¿Y ustedes qué, jodidos? Bien jodidos; y hartos, tanta cola para nada, y sin ganas.

Noche del veintisiete. Han aumentado el tremor y los temblores. Alrededor de las tres de la madrugada se desbordó el cono hacia el norte en seis bocas que se juntan arrojando lava a chorros. Parece una nueva erupción, un hermano aún sin nombre también. Como si la isla, empujada por la gravedad, oprimiera el magma facilitando un drenaje tan perfecto que la lava sube como Pedro por su casa sin casi rozamiento. Afirman los científicos que hay volcán para rato. Ya atravesó la carretera de Tacande. Vamos a ver si coge sobre la otra colada junto a la que discurre.

A las cinco de la tarde, embelesada en el sofá sobre un cojín blanco con relojes grises, me sobresaltó la voz de Almudena Grandes cuya muerte ardía en los móviles. Intensa, vital. Era septiembre del noventa y cinco. ¡Disfruté tanto oyéndola, lúcida y elocuente, en aquella sala inmensa, en el VI Simposio de Literatura IES Virgen de La Paloma al que asistí en Madrid! (Con ellas: Ana Samblás, literariamente viva en la memoria, Carmen y Mercedes.) Sentí las garras de su vacío en el silencio de estos relojes cuyas cuerdas están ahí solo para el dibujo, no para amortiguar los brazos de chapa del sofá que se hunden como clavos en la rigidez de este cuello tenso, igual que el eslabón metálico de una condena. Lo siento, quería decir cadena. 

El veintiocho, ciento treinta y siete terremotos en un día, cuarenta mil toneladas de dióxido de azufre, dos barrancos simultáneos se arquean para juntarse en la impiedad con destino a La Laguna. La ladera del cono se ladea. ¡Dios!, cómo este barranco de lava nos arrastra hacia su fluidez cuando lo tenemos de frente. Como si nuestra voluntad toda fuera suya. Es más grande que la voluntad.

A las ocho treinta y cinco del veintinueve, un terremoto de cuatro con ocho nos empuja en el sillón para rematar la noche en vela. ¡Agüita con el temblor! Y sigue. ¡Este le zumba! Como si no se hubiera ido, o como si regresara sin que nunca se hubiera esfumado.

El treinta de noviembre se batió el récord, trescientos setenta y un terremotos. El cono principal, treinta horas sin emitir lava. En tres días, casi mil temblores.

Un nuevo centro emisor se derrumba, ¡y nos derrumba! Cuando pensábamos que estaba  dando los últimos coletazos, nos restriega a borbotones su baba irresistible en nuestras narices diciéndonos: Soy inmortal; emerjo, me elevo y me expando, zigzagueando infinitamente ante tu frágil futuro que envejece. Aquí estuve y aquí estaré ocupando el entorno de la luna. Y es que tiene razón, antes del volcán nos reuníamos en el Manchón para ver salir la luna llena exclusiva de Cumbre Vieja, hoy el volcán ocupa incluso el nombre de la Cumbre. Se llamaba la luna azul.

Lo que tienen los sueños: anoche la habité, ¡nuestra casa vivía! Vi un remolino azul y, transformada en aire, la respiré.

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