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Entre el éter y la eternidad está la puerta

Antonio Arroyo Silva

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Conocí a Sandra Santos una tarde-noche de Facebook por azar. Buscaba a mi otra amiga Sandra Santos brasileña, que tiempo atrás me había publicado un librito titulado No dejes que el arquero como parte de su inmenso proyecto Instante Estante. Así que ahora conozco a una Sandra Santos en cada orilla de esta bella lengua portuguesa por la que actualmente siento tal fascinación que hasta me he atrevido a leerla e, incluso, a traducirla. Desde ese momento que les digo de hace poco más de un año hemos compartido esa inquietud Sandra y yo; ella, con su jovencísima madurez; el que escribe, con esta mirada a la busca del tiempo perdido de la juventud.

Después vino el reciente encuentro en el Festival Internacional de Poesía de Puerto Rico y ahí pude apreciar a la poeta verdadera que en realidad es Sandra Santos. Porque poesía y vida son realmente las dos caras de la misma moneda, la respiración y el ritmo se exhalan al unísono. Lo mismo que la memoria y el recuerdo: la memoria como hecho literario que sitúa a la poeta y le indica el camino a seguir hacia ese espacio supralunar del éter, el recuerdo que trae sus vivencias, sus sueños y las transforma en imágenes en el poema.

Para Aristóteles el éter era el material del que se componía el llamado mundo supralunar, mientras que el mundo sublunar se compone de los cuatro elementos conocidos: tierra, agua, aire y fuego. Así, uno de los llamados Himnos Órficos de la Antigua Gracia decía: «Éter que te muestras en lo alto, el mejor elemento del cosmos, ¡oh ilustre brote!, portador de luz, brillante de estrellas: nombrándote, te suplico que, sereno, nos seas agradable».

Nuestra poeta Sandra Santos sabe jugar con las múltiples acepciones de la palabra éter, desde la mitológica que alude a los ritos de purificación órficos que, por cierto, desarrolla Pessoa a través de su heterónimo Ricardo Reis. Pero también y, sobre todo, con gran acierto, sabe situarlo como eje central de la arquitectura que constituye su poemario.

Una imagen pictórica introduce cada una de las partes del poemario: dos mariposas volando al unísono, para Mundo; una polilla como la de El silencio de los corderos para Muerte; otra mariposa con las alas abiertas, para Amor. Y, por último, algo que está entre el hueso de una pelvis femenina y una mariposa para Mujer. El común denominador de estas imágenes gráficas es el difumino propio de la tinta al diluirse en el agua. Yo diría que en el éter. Además, la mariposa va a ser un símbolo recurrente a lo largo del poemario. Claro, la mariposa simboliza esa metamorfosis, ese cambio, ese movimiento al que está sometido la vida. Y todo el poemario va a ser escrito con el éter de la eternidad.

En la primera parte un sujeto lírico le dice a Mundo que acepte que solo es morada de algo que está en el constante cambio de lo efímero y que acepte esa finitud: acepta que eres solo/un pedazo recrudeciendo/en un todo de todo. Solo una especie de contemplación mística lleva al entendimiento de algo que «se deja asombrar por lo extraordinario. Y todo esto nos lleva al tema de la soledad como único camino para el amor. Hay un debate entre lo masculino y lo femenino, que parece ser el eje en donde gira ese mundo: «um murmúrio quase noção do mondo».

En Muerte entramos en una visión diferenciada de la misma: «¿hay mayor dolor que el físico, el de un vivo/ creyéndose muerto?]». Y, más adelante, «camina expuesta/ a las muertes que ensayan la vida». El debate ente el hombre y la mujer que hacía girar el mundo ahora se centra en esa muerte en vida. El mundo como cuerpo en su acabamiento, el mundo como poema. La mujer sigue presa de lo mínimo y absoluto (sic) y así manifiesta el drama final por todo su físico. El hombre que incita a la mujer a soplar por en las heridas de su espíritu (del hombre, claro).

Y de esta manera entramos en Amor. No un amor constante más allá de la muerte, como diría Quevedo. Un amor visto con los ojos de una mujer que «destrenza y resbala y abarca/ el amor del mundo en aquel hombre/ que se ha acercado a ella//desvelándole el misterio». El amor y todas sus variantes y todas sus consecuencias como el desengaño, «hasta que yo sea una historia repetida por el último hombre».

Y aquí he de hacer un inciso para hacer referencia a El barco de la luna. Clave femenina de la poesía hispanoamericana, de Jorge Rodríguez Padrón. Dice Jorge que la mujer poeta siempre está en una frontera entre el lenguaje institucionalizado del hombre y ese mundo silenciado durante siglos de la mujer. A diferencia del hombre, la mujer no teme la caída al abismo, no teme perderse. Y esta falta de temor a ese desasosiego es precisamente lo que transforma el sentimiento secreto de la mujer en poesía. En estos 33 poemas de Éter hay mucho de esto que resumo; pero especialmente en esta sección y en la que cierra el libro (¿lo abre?). El idealismo (o idealización) del hombre hacia la mujer es otro tipo de éter nocivo que rodea de alguna manera todo el poemario. De ahí la necesaria última parte, Mujer y, así, desde este cuerpo de mujer tengamos «La posibilidad/ de que el amor sea un éter/ amniótico caótico/ semilla de lo eterno».

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