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Desde ambos lados de la vitrina del museo del hombre

Antonio Arroyo Silva

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Decía el padre de la Psiquiatría Moderna Carl Jung que la visión de una persona, en este caso poeta, se aclarará solamente cuando pueda mirar en su propio corazón. «Quien mira hacia afuera, sueña; quien mira hacia adentro, despierta». Es el caso del poemario que nos ocupa así como de toda la obra de su autora: la autoconciencia y conocimiento de su propia naturaleza y de aquellas personas que la rodean como medio para alcanzar el equilibrio entre la poesía y la vida.

Parece ser que Cecilia Domínguez se ha planteado bombardear los pilares donde se asienta el denominado sistema patriarcal: en Cuaderno del orate un sujeto lírico, en la misma frontera que separa la memoria del olvido, lo latente de lo establecido, lo onírico de lo que se mueve entre la superficie de las cosas y lo más profundo del misterio, sobre todo el miedo. El miedo y no la fe que mueve montañas porque en este punto el miedo acalla las conciencias de llegar. En resumen, Cuaderno del orate parte de un sustrato de violencia hacia la mujer y nuestra poeta profundiza hasta llegar a la capa más remota de su subconsciente. En Profesión de fe Cecilia tiene un enfrentamiento poético no ya con Dios, pues ella siempre ha confesado su ateísmo, sino con la idea de un dios puesto como fundamento de todo ese entramado del sistema patriarcal que vengo mencionando. Y, por último, nuestra poeta es capaz, en este último poemario, La piedra y el obús, de ponerse en la piel del hombre (siendo mujer) para profundizar desde un punto de vista antropológico, histórico, filosófico, psicológico, individual y colectivo, en su conciencia y analizar las causas y consecuencias de la violencia que la cultura antropocéntrica ha producido (la guerra), ya no solo el maltrato hacia la mujer, sino referente a toda la humanidad. Claro, cada libro con sus diferencias de expresión que los hace únicos. Por descontado que en estos tres poemarios, como en todo buen ejercicio de poesía, cabrían otras interpretaciones, otros caminos para andar.

Habría que aclarar que Cecilia Domínguez Luis, si bien se manifiesta como feminista (y lo es), no cae en el poemario que nos ocupa ni en ninguna de sus obras en el truco facilón de dejarse llevar por las banderas, las consignas, los programas… Y mucho menos si con ello tuviera que renunciar a su oficio de poeta, incluso de intelectual. La poesía ha de estar a la vanguardia, por encima de las ideas. Poesía social, pero sin dejar de lado el material poético sin que lo otro limite su expresión. Si bien Cecilia demuestra esos conocimientos, esas lecturas, no aparecen de forma patente en el armazón del poema. Sabemos muy bien que la poesía ha de renunciar a todo atisbo de didactismo, como primera vía de callar ese yo centrípeto del mal llamado romanticismo hispánico. Como dijo Ives de Bonnefoy en su discurso del Premio FIL de Guadalajara: «La poesía es la respuesta que se lanza en dirección a la lengua, cuando nos preguntamos acerca de nuestras necesidades fundamentales. No es un lugar para divertimentos, ni de la experimentación existencial: es el lugar de la exigencia de la responsabilidad».

Entrando en La piedra y el obús, percibimos desde el principio, una incursión en la prehistoria del ser humano, desde los ancestros primates hasta que estos se irguieron en la llanura y comenzaron a andar sobre dos piernas. Véase este primer fragmento, con una puesta en escena casi bíblica: «Y fue el primer día/ del primer mes/ del primer año/ del primer tiempo/ para el primate / que se irguió en la llanura/ y miró desafiante al sol».

A partir de aquí, el sujeto lírico (hombre, sobre todo) profundiza y avanza a lo largo de 43 fragmentos en la posible historia que nos cuenta la arqueología, desde ese primer momento, esa primera visión del mundo que tuvo el hombre, pasando por la etapa de cazador-recolector, llegando al asentamiento en virtud del descubrimiento de las ventajas de la agricultura, las primeras ciudades, la guerra, la violencia, etc. Además se hace una radiografía bastante minuciosa de la evolución del espíritu humano de los primeros tiempos todo en pos del dominio del medio que le rodeaba y, posteriormente, de cuando el agricultor se transforma en guerrero y así conquistar otros asentamientos humanos y gobernar sobre todos como medio de supervivencia: «para hundirle su lanza/ o clavarle sus flechas/ y marcar con su sangre la tierra conquistada// Ha vencido el instinto. /Ha nacido el guerrero». Y aquí es donde empieza el mito del héroe que «Consiguió aquellas tierras / matando sin descanso, / destruyendo cosechas y profanando casas. //La tribu lo recibe con vítores terribles». Toda esta primera parte aparece en tercera persona, es decir (la no persona), uno o varios personajes líricos alejados en el tiempo.

Me atrevería a decir que por aquí aparece las sombras de Carl Jung y su obra El hombre y sus símbolos, con la premisa de que el mito del héroe se repite como una constante en todas las culturas, desde la más antigua a la más actual. Jung trata de explicar el significado psicológico que tiene este mito tanto para un individuo en el proceso de la afirmación de su personalidad como para toda una sociedad que también anhela una identidad colectiva. Y por ahí parece adentrarse Cecilia Domínguez. Véase este fragmento XLIII: «[…] Pero nada es eterno/ y no te garantizo que mañana / no vuelva a empuñar, de nuevo, el hacha».

Todas las guerras son civiles – dice Domingo Acosta Felipe en un poema –. En la segunda parte (esta vez habla alguien en primera persona), El obús, las guerras se hacen civiles en la unidad de conciencia de un mismo hombre que aparece en clave de diálogo interior con todas sus bondades, maldades, flaquezas, mentiras y medias verdades sobre su papel en la sociedad. Aquí el obús aparece como símbolo de las guerras contemporáneas, lo mismo que la piedra lo fue de las del cuaternario. No se trata de una denuncia de la guerra en sí, esta subyace en las contradicciones del hombre moderno en su día a día, en su constante caer a un vacío. Se va perfilando un personaje que no es narrativo debido a la forma en que Cecilia va hilando los pensamientos o monólogos internos del mismo. Un pensamiento que canta para perderse en el bosque de sus notas y se plantea la verosimilitud de su yo, el sentido de su existencia, con muchas alusiones a la madre, a la violencia, a la guerra. Es como si se estuviera haciendo un psicoanálisis junsgeano y así buscara en los sueños los signos y el sentido de su propia vida sobre la Tierra. En este sentido el fragmento 31 de El obús resume y cierra la segunda parte. Claramente se está refiriendo al héroe (Pero todos sabemos la propensión divina /na dejarse dormir en los laureles.) y también, en estos tiempos definidos por la cultura de la ciudad, al antihéroe (Y un día descubrieron / que tú, yo, el otro y el de más allá / habíamos fabricado / un infierno más real a sus espaldas). Los dioses tradicionales – por la idea de la inmanencia – se han transformado en el punto más alto de un sistema, en el poder fáctico mayor. Y esos dioses tecnológicos en forma de obús son los que «ya estarán urdiendo…otra sutil y cruel tela de araña» en la que un día caerá el hombre y, claro, y la mujer, que ya ha caído en otras redes.

Al final, esa vitrina de un museo arqueológico. Dentro una reconstrucción de un hombre de la Edad de Piedra. Al otro, el visitante hombre digamos de la Edad del Obús. Ambos se observan y activan la maquinaria de sus respectivos monólogos interiores. ¿Acaso un dios, el de fuera, acaso un esclavo, el de dentro? ¿Quién sabe? Pero en el fondo se reconocen como iguales. ¿Ha cambiado mucho el hombre después de tanto transcurso de la Historia? ¿Pero en qué punto no coinciden el hombre civilizado del primitivo? ¿Qué puede llevar al hombre actual a considerarse bueno y civilizado y, sin embargo, ser igual al hombre del cuaternario? Jorge Rodríguez Padrón lo dijo aplicado al lenguaje poético y, ahora, Cecilia Domínguez Luis lo manifiesta como propio de toda la civilización actual: el discurso del cinismo.

Gardar, junio, 2019

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