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Historias posibles: En la nube blanca

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Se abre paso entre nubes blancas que le acarician la piel y le nublan la vista a ritmo de son. Sonríen rostros felices que también se divierten a ritmo de son. Aunque se siente sola, inmersa en la blancura interminable que compone la fiesta isleña de los indianos, entorna sus ojos e imprime voluptuosos meneos a sus caderas al ritmo del sabroso son. Los polvos blancos que se han posado en su cara se empapan con lágrimas que no ha podido evitar. Imputar a la alergia, si fuese necesario, la inevitable rojez de sus bellos ojos negros siempre puede ser una buena justificación. Sin embargo, su deseo es que nadie se fije en ella. De su bolso, que porta en bandolera, saca una botella de plástico y apura un largo trago de una mezcla de cola y ron, y acrecienta sus suaves movimientos de caderas en un intento por liberarse de la fuerte tensión muscular y mental que la atosiga. Con un brusco visaje de su rostro, logra impedir que unas lágrimas rebeldes resbalen y marquen visibles surcos en sus mejillas. Está confusa con la decisión que acaba de tomar, pero cree que sentirse sola entre la multitud puede ser un buen antídoto para el dolor que la embarga.

Poco a poco, todo su cuerpo se mueve al ritmo de sus caderas y la sensualidad comienza a aflorar plenamente por sus poros. “Son de Cuba, qué lindo es mi son”, musitan sus labios mientras sus ojos se inundan de amargas lágrimas.

Con impecable vestimenta de rico indiano y gesto seguro de hombre de mundo, él se mezcla entre la multitud blanca desde mediada la tarde. Su estudiada mirada escudriña la nube blanca en busca de voluptuosas caderas solitarias. Deambula en zigzag meciendo su cuerpo altanero, sin dejar de buscar bellezas sin compromiso. Su sonrisa fingida deja ver una dentadura perfecta en una boca de labios finos, enmarcada en un rostro de perfiles geométricos bien definidos. Su cuerpo modelado en el gimnasio, para ser lucido y para trabajar poco físicamente, le hace sentirse seguro de su atractivo. Él se siente guapo e irresistible, de verdad. No siente remordimientos de las heridas amorosas que pueda ocasionar. Está hecho para el disfrute ocasional, sin ataduras. Su compromiso está, según su peculiar modo de vivir, con la que se queda en casa cuidando a la personita por la que él no se cansa de decir que se desvive, y que su vida sin ellas no tiene sentido. Las canitas al aire, como él las reconoce ante su propio gran amor, no son más que veleidades propias del sexo fuerte y lo que motiva su irresistible presencia. Pero el amor de verdad, se jacta de decirlo a la menor oportunidad, es para la que se queda en casa cumpliendo su deber de madre entregada. “Cuando la niña crezca, ya tendremos mucho tiempo para salir nosotros solos”, le suele decir con frecuencia a su amor. “Son de Cuba, qué lindo es mi son”, musitan sus labios mientras exagera su sonrisa.

Es la primera vez que deja a su hija con los abuelos de la niña y se va de fiesta. A una fiesta multitudinaria en soledad. Está confusa, y se le antoja que nada mejor que adentrarse en la nube blanca al ritmo de son, para disimular su estado de ánimo. Inspira aire cargado de polvo y, sin embargo, siente que su cuerpo se llena de libertad. Otro trago de cola y ron y sus caderas al ritmo de son.

Él no tiene prisa. Se sabe un cazador experimentado. Se aleja por unos instantes de la blanca nube e ingresa en un bar para pedir un güisqui con hielo que saborea sin prisa y sin polvos que se lo estropeen. Gira la butaca y se apoya de medio lado en la barra del bar convencido de que su figura atraerá miradas. Luego se levanta y simula buscar algo en los bolsillos de su chaqueta, lo que solo es un pretexto para volver a sentarse cambiando la posición y así poder contemplar el resto del local. Apura de un solo trago toda la bebida que resta en el vaso y abandona el bar para reincorporarse, a ritmo de son, a la nube blanca. Busca con su mirada y, aunque bajo la nube se dibujan sinuosas curvas de atractivos cuerpos, no parece interesado, por ahora, en ninguno.

Nunca se imaginó que, después de la boda, su vida fuera tan distinta de lo que lo había sido antes: siempre tan juntos, siempre compartiendo proyectos de futuro, siempre convencida de ser la única? “No te conviene salir en tu estado, tienes que cuidarte por el bien de nuestra futura hija”, le insinuó él el día en que les confirmaron el embarazo. Después, a él tampoco le parecía bien que alguien que no fuera la madre cuidara de la niña, porque el vínculo maternal hay que acrecentarlo día a día. “Ser padre es casi un accidente, y yo no quiero serlo”, le vino a decir otro día, en tono grandilocuente, para, acto seguido, rematar con esto:“la mejor educación es la que puede dar una madre, y yo confío plenamente en ti”.

Él está convencido de que su intelecto está muy por encima del de la mayoría de las personas y de que posee una capacidad persuasiva aplastante. Ella, poco a poco, se ha ido convenciendo de que en él solo hay pura fachada: un guaperas charlatán que tiene su cerebro alojado de cintura para abajo. Ya no tiene dudas de que fue su atracción física lo que la enamoró, y de que su embelesamiento no la dejó ver al imbécil que tenía delante.

Él ya lleva en el cuerpo varios güisquis, cuando se percata del sensual movimiento de caderas de una joven que está de espaldas. Se queda embelesado contemplándola, y sonríe de satisfacción, convencido de que ahí está esperándolo su merecida recompensa. Ahora es el momento de la aproximación, de mostrarse justo en el instante en el que ella ?así suele él imaginárselo? sueña con que un apuesto galán le acaricie el oído con las más bellas palabras que a toda mujer le gustaría oír. A punto está de poner en práctica su estrategia, cuando un grupo de danzarines, agarrados por sus cinturas y con frenéticos movimientos, se interpone entre él y ella, y el talón de uno de los gozosos bailarines impacta, como si de una coz de una mula se tratara, en la entrepierna de él dejándolo lívido de dolor y a punto de desvanecerse. Logra aproximarse a la barra de un bar próximo y, entrecortadamente, pide un güisqui doble y se lo bebe de un solo trago. Respirando agitadamente, se limpia las gotas de sudor de su empapada frente y masculla mil maldiciones.

A pesar de la multitud, ella se siente segura bajo la protección de la blanca nube. Se siente a gusto con la soledad entre tanta gente, y a su mente acuden los más diversos pensamientos. Se emociona al pensar en sus padres, que sufren en silencio el derrotero que ha tomado su vida. Cada día valora más el esfuerzo que hicieron al regalarle el piso en el que vive, y que ahora la hace sentirse más segura de la decisión que acaba de tomar. A ritmo de son se anima con las ideas que de pronto le acuden a su mente: implicarse en el pequeño negocio de sus padres, compartir el cuidado de su hija con ellos y, sobre todo, dejar de oír las estupideces, dichas en tono de autoridad, del imbécil que un día la enamoró. “Son de Cuba, qué lindo es mi son”.

Sin que el dolor haya remitido del todo, pues la zona afectada es muy sensible, él hace esfuerzos por disimular su andar despatarrado e intenta, ávidamente, buscar con su mirada a la joven que le cautivó hace apenas unos instantes. Pero, nada, desapareció en la inmensa nube. Maldice su suerte, pero no renuncia a volver a encontrarla, y confía en que la noche aún le depare una grata sorpresa. Unos cuantos güisquis más le dan confianza y vuelve a la carga buscando movimientos sensuales en caderas ajenas. Se convence a sí mismo de que en la nube le aguardan gratas sorpresas. Si no es la atractiva indiana que perdió de vista, seguro que otras aparecerán. De pronto, una densa lluvia de polvos nubla por completo el rincón donde acaba de apostarse, y sus ojos pierden visibilidad. Cuando intenta despejar el polvo de sus pestañas, se ve arrastrado en una frenética danza por ?cree ver entre penumbras? una indiana con un físico escultural que se muestra insinuante, lo que él interpreta como una invitación al roce erótico. Sin pensárselo dos veces, y olvidándose de sus ojos, se pega a su cuerpo y le musita al oído sus infalibles palabras de amor. Por respuesta recibe un efusivo beso en sus labios y un terrible dolor, cuando lo más apreciado de su cuerpo es atrapado por una fuerte mano que lo restriega con fruición. Pero el dolor apenas si es nada comparado con la sorpresa que le produce el comprobar con una de sus manos el enorme falo que la indiana esconde bajo su faldón. De su boca salen mil improperios que el sonido del son se traga, y cuando sus ojos, algo más despejados, vislumbran un círculo de unos pocos metros de diámetro, la transformada indiana ya se ha esfumado del lugar. Con el dorso de la manga de su chaqueta de lino restriega infinidad de veces su boca y no deja de escupir, a la vez que su andar de vaquero es cada vez más manifiesto por las terribles molestias experimentadas por su entrepierna. Entra en el primer bar que encuentra, y, con la llave del agua del lavabo abierta, pasa un largo rato en el servicio, frotando sin cesar su boca. No da crédito a lo que le acaba de pasar. Y todo a ritmo de son.

Está decidida. No teme encontrarse con él; al contrario, ansía verlo y romperle la noche. Amparada en la soledad de la nube blanca, ha conseguido que su mente y su cuerpo se liberen de las tensiones largamente acumuladas. Está decidida a mirar el futuro con la frente erguida, pues razones tiene para ello: un piso, un negocio familiar, unos padres que la adoran y, lo que es más importante, una hija por la que desvivirse. Ya no llora, ya no le importa que la miren, ya comparte sonrisas, y hasta se siente bien cuando alguien fugazmente baila junto a ella.

No recuerda una noche tan aciaga. “Algo bueno, que me haga olvidar todo lo que me ha sucedido, me tendrá que ocurrir,” ?se dice?. La sonrisa fingida ha desaparecido de su rostro, no tanto por el dolor que carga en su cuerpo, como por su ultrajado concepto de sí mismo. Pasa la palma de su mano derecha, con la que se agarró al palo mayor de la falsa indiana, una y otra vez por su pantalón, en un intento por borrar de su memoria toda huella de semejante objeto. De vez en cuando sacude su cabeza para ahuyentar el recurrente pensamiento que lo atormenta en su fuero varonil. Ya no puede seguir el ritmo que impone la música caribeña. Además, le importa un carajo, y hasta se diría que le molesta, pero no se aparta de la nube porque está convencido de que esta le esconde algo bueno esta noche.

Avanza hasta llegar a una improvisada barra situada por fuera de la puerta de un bar. Se apoya en ella, olvidándose de su estudiada pose, y solicita un mojito. Se gira, y allí está, es ella, la bella indiana que, al comienzo de la noche, lo cautivó con su sensual movimiento de caderas, pero una tremenda patada en su entrepierna le impidió seguirla. Sí, ahí está, pero él ya no es el hombre seguro de siempre, está aturdido por el dolor y por el alcohol consumido, y no puede mantener su estudiada pose, aunque cree que esa es la buena sorpresa que la nube blanca le tiene reservada. Se bebe el mojito de un solo trago y se dirige con paso vacilante a la solitaria indiana. Al llegar a la altura de su espalda, extiende sus brazos y los apoya en los hombros de ella. Sin dejar de danzar, ella se gira mostrando una bella sonrisa y, a pesar de la densa nube, en sus negros ojos se percibe un gran regocijo. Ni la coz, ni el manoseo posterior, ni su ultrajada varonía son comparables al desconcierto que le produce tal situación. No encuentra palabras, sus labios se mueven, pero no dicen nada. Ella, sin dejar de bailar y de sonreír, saca de su bolso una pequeña nota y se la da, al tiempo que, con un gesto despectivo, le indica que se aleje. Luego, ella se pierde bailando sola en la noche blanca. “Son de Cuba, qué lindo es mi son”.

Mientras conduce su coche, alejándose de la noche blanca, no deja de darle vueltas a lo que habrá tenido que pasar para que, a pesar de su indudable atractivo físico e intelectual, ella haya tomado tan increíble decisión.

“Son de Cuba, qué lindo es mi son”. ¡Azúcaaaaaar!

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