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La participación política (I): Nuestro modelo de representatividad

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Constantemente se oye hablar en los medios de comunicación sobre países que son “democráticos” y países que no lo son. Pero yo hago la reflexión, ¿cómo y quién determina estos calificativos y descalificativos? ¿Qué es lo que significa la palabra “democracia”? Pues bien, según la RAE democracia significa “predominio del pueblo en el gobierno de un estado”. Yo incluso ampliaría este término usando una frase de un destacado político latinoamericano: “El estado democrático es el que tiene como propósito la justicia y en su administración participan todos los ciudadanos directamente o por medio de sus representantes.”

Decía también este político: “Desde su irrupción en la Antigua Grecia, la idea de la democracia ha estado presente en las reflexiones de los filósofos y las luchas concretas de la gente”. Yo considero que esta idea de democracia puede dar todavía hoy en día mucho que hablar, porque hay interpretaciones de todos los gustos sobre lo que significa la democracia y también se tergiversa sin medida sobre este término.

No puedo entender que se diga que en el Estado español vivimos en una democracia, cuando para empezar, el Jefe del Estado es un señor que ni siquiera ha sido ratificado periódicamente por la ciudadanía. ¿Qué sentido tiene seguir manteniendo la institución monárquica en el siglo XXI? Otra cosa que no veo razonable es que en el Congreso de los Diputados un partido que obtiene el 44% de los votos tenga el 55% de los diputados. Es evidente que no hay proporcionalidad y por lo tanto hay partidos sobrerrepresentados y otros infrarrepresentados.

Yo calificaría esta democracia como una democracia incompleta, sostenida sobre la base de la monarquía y un sistema bipartidista al estilo de una nueva “Restauración Borbónica”. Todo ello es la herencia de los Pactos de la Moncloa, que se firmaron bajo el miedo a la vuelta al fascismo durante la llamada “Transición” y que, desde mi punto de vista, representó un gran avance democratizador, pero deja mucho que desear si lo comparamos con los profundos avances sociales que se plantearon en la II República de los años 30.

Si atendemos también a la representatividad, en el Parlamento de Canarias el déficit democrático es aún mayor. El sistema electoral canario está basado en la aritmética de la triple paridad: igualdad de escaños entre provincias, igualdad de escaños entre islas capitalinas e islas no capitalinas e igualdad de escaños entre Tenerife y Gran Canaria. Esta lógica matemática, inicialmente basada en favorecer a las minorías, se ha quedado desfasada, puesto que por ejemplo, La Palma tiene menos población y un escaño más que Lanzarote y que Fuerteventura. Pero lo realmente escandaloso son las barreras electorales: Una barrera del 6% en la circunscripción, más otra barrera del 3% a nivel de Canarias, solo franqueable con un 30% en la circunscripción o ser la lista más votada. Toda una carrera de obstáculos para los partidos minoritarios.

Además, Canarias es la Comunidad Autónoma donde más Iniciativas Legislativas Populares (ILPs) se presentan. Pero muchas de ellas, a pesar de ser respaldadas por gran número de firmas, no son admitidas a trámite, o son modificadas sustancialmente. Es una vergüenza que se desprecie de esta manera un mecanismo que podría acortar la distancia entre la ciudadanía y las instituciones de representación popular.

Desde mi punto de vista, no se puede interpretar la democracia simplemente como un sistema de partidos y soberanía popular de 4 en 4 años. Para que un sistema político representativo sea democrático, debe haber retroactividad en la elección de los representantes. Es decir, los cargos electos deben rendir cuentas de sus acciones ante sus electores. Y además, es necesario que haya también mecanismos participativos al margen de la representatividad institucional. Para ello hay que articular vías de participación que mejoren la escasa cultura participativa que existe en nuestra sociedad y esto sólo se consigue generando movimientos sociales que lleven los problemas concretos de la gente hacia espacios de intervención colectiva.

Por último hago mención a un tema que preocupa mucho y está en la actualidad del día a día. Me refiero a uno de los motivos que más contribuyen a agravar la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones. El mal ejemplo que dan muchas de estas personas que ocupan cargos públicos y que acaban lucrándose en desmedida de esta actividad u obteniendo grandes ventajas personales, como ser fichados por grandes empresas multinacionales. Considero que es justo que los cargos públicos obtengan una remuneración decente que compense el tiempo dedicado a las actividades políticas en detrimento de su actividad profesional, pero no es legítimo que ello se convierta en un oficio o modo de vida y que esto les otorgue privilegios frente a otra parte de la sociedad.

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