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La arquitectura de un nuevo orden: reconocimiento, impunidad y reorganización de Gaza

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El plan de 20 puntos presentado por la Casa Blanca, plan de Trump para Gaza, se erige sobre el acto fundamental de reconocer una victoria total y absoluta de Israel, transformando este reconocimiento en la base para un proyecto integral de reingeniería social. Esta arquitectura, sin embargo, tiene un cimiento no declarado pero esencial: la consagración de la impunidad. Al omitir toda mención a crímenes de guerra, violaciones del derecho internacional o la acusación de genocidio, el plan ejecuta un acto de borradura histórica. La violencia extrema que precedió a esta “paz” es así despojada de su estatus político y jurídico, reducida a un mero preludio de destrucción que la gobernanza tecnocrática viene a reparar. La impunidad, en este marco, no es un descuido; es la condición necesaria para instaurar el nuevo orden.

Esta omisión estratégica sella la hegemonía del vencedor. El relato que se impone es el de una operación antiterrorista necesaria, cuya legítima defensa que se invocó no puede ser cuestionada por procesos de rendición de cuentas que “obstaculicen la paz”. La desmilitarización y la desradicalización se convierten en un mandato unilateral para Gaza, mientras Israel queda exento de cualquier exigencia de responsabilidad jurídica o moral equivalente. El corazón de esta arquitectura es, por tanto, una gobernanza tecnocrática internacional que opera como el intelectual orgánico de este nuevo consenso. La Junta de Paz, al presentarse como apolítica y experta, no solo administra territorios y fondos, sino también la narrativa: el pasado reciente se gestiona como un daño colateral a superar, nunca como un crimen lesa humanidad o Genocidio a juzgar.

De este modo, la paz que se instituye es la paz de la impunidad consolidada, la forma más estable de la relación neocolonial. La Fuerza Internacional de Estabilización no garantiza la soberanía, sino la seguridad de este nuevo statu quo, protegiendo un proyecto de inversión que florece sobre el terreno abonado por la destrucción sin consecuencias. La histórica aspiración nacional palestina a un Estado soberano y su derecho a la justicia son reconvertidos en un problema de gestión administrativa. La “esperanza” ya no se vincula a la liberación, sino al consumo y el empleo dentro de un perímetro vigilado. 

El plan, en definitiva, utiliza el reconocimiento de la victoria de la entidad sionista para cerrar un ciclo histórico no solo de conflicto, sino de ausencia de rendición de cuentas, reemplazando la lucha por la tierra y la justicia con la promesa de una ciudad comercial eficientemente administrada, donde la única verdad incuestionable es la del poder que ha quedado absoluto: 1) El poder de Israel como actor impune, cuya soberanía militar y política queda reforzada al obtener garantías de seguridad permanentes sin haber enfrentado consecuencias jurídicas por sus acciones, estableciendo así un peligroso precedente de excepcionalidad. 2) El poder de los garantes internacionales, liderados por Estados Unidos y sus aliados, que institucionalizan su tutela a través de la Junta de Paz y la Fuerza Internacional, decidiendo el destino de Gaza sin representación soberana palestina, transformando la política en mera administración colonial, y 3) el poder del capital transnacional.

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