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Michelle no existe (pero te escucha): erotismo, IA y rendición epistémica

Capturas de pantalla del personaje «Michelle», generado con IA, de la demo de vídeo hiperrealista de Jeff Dotson, compartida en su cuenta de Instagram.
4 de diciembre de 2025 22:25 h

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Una joven en ese sentido tan Instagram: piel perfecta, ojos felinos, sonrisa de anuncio de cosmética de lujo. Mira a cámara y se ríe.

“¿Que si estoy soltera? Puede… Pero, técnicamente, estoy almacenada en un servidor de Iowa”.

Se llama Michelle. El vídeo es obra de Jeff Dotson, un creador que lleva tiempo espoleando las herramientas de IA para alcanzar el hiperrealismo. Michelle no es, de momento, un producto al que puedas suscribirte. Es una prueba de concepto: lo que ya puede hacer la IA comercial en manos de alguien con talento, paciencia y una buena tarjeta gráfica. El personaje tiene ya más de 12.000 seguidores en Instagram.

“La IA nos está obligando a desarrollar una nueva forma de alfabetización mediática”, escribió Dotson en sus redes al ver el revuelo generado por su criatura. Y añadía, optimista: “Paradójicamente, cuanto más sintéticas sean las imágenes, más desearemos lo real. La autenticidad está a punto de volverse más importante que nunca”.

La parte inquietante no es que Michelle exista, sino precisamente que no existe. Y, aun así, todo se siente normal. La broma, el gesto, la frase del servidor en Iowa… Todo entra como si lleváramos años conociéndola. El vídeo funciona porque borra la frontera de manera impecable: nos deja asomarnos a un futuro muy cercano en el que estos entes de IA que poco a poco se cuelan en nuestras vidas no solo nos hablarán, sino que también irán recogiendo nuestras confesiones, preferencias y rutinas.

Hace unas semanas escribí en estas mismas páginas sobre la decisión de OpenAI de permitir contenido erótico en ChatGPT para adultos verificados: un giro que abre la puerta a chatbots capaces de “desvestirse” a la carta. Aquello era, en esencia, texto: palabras en una pantalla, avatares que imaginamos. Michelle es lo que sucede cuando esa abstracción se encarna en un rostro, una voz y unos ojos que nos miran de vuelta.

Hedonismo, sobreinformación y una rendición silenciosa

Nos gusta fingir que la IA aterriza en un mundo razonable. Es una ficción cómoda. En realidad, está cayendo sobre una civilización ya embriagada de sus propios inventos: dopamina a demanda, sobreestimulación constante, identidades frágiles, desinformación que desgasta, poco a poco, el pensamiento crítico.

Llevamos años debilitando nuestras defensas frente a la mentira y la manipulación. Consumismo acelerado, polarización, indignación convertida en deporte, gratificación instantánea… Todo empuja en la misma dirección: menos tiempo, menos atención, menos paciencia para el matiz. No es solo que las mentiras se propaguen más deprisa; es que nuestra capacidad —y, a veces, nuestras ganas— de comprobar qué es cierto se van encogiendo. En una sociedad saturada de estímulos florece la pereza epistémica: importa menos la verdad que la comodidad de llevar la razón.

En mitad de ese paisaje aparece la IA erótica. Llega justo al cruce entre una cultura cada vez más hedonista y un ecosistema informativo cada vez más turbio. Décadas de optimización para el estímulo —scroll infinito, series sin fin de catálogo, porno a golpe de clic, aplicaciones de citas que convierten la búsqueda de vínculo en una tragaperras— desembocan ahora en algo nuevo: chatbots que coquetean, confiesan, obedecen y consuelan; deepfakes capaces de poner cualquier rostro en cualquier cuerpo; y, en breve, humanoides “afectivos” diseñados para ser atentos, amables… y sexualmente disponibles.

No es solo tecnología: es una mutación en cómo delegamos la confianza, el valor y el juicio en sistemas que, por diseño, buscan engancharnos.

Capturas de pantalla del personaje 'Michelle', generado con IA, de la demo de vídeo hiperrealista de Jeff Dotson, compartida en su cuenta de Instagram.

“Te acepto tal y como eres”

La promesa de la IA erótica es brutalmente sencilla. La máquina no juzga. No se aburre de tus historias, no le molestan tus manías ni tus kilos de más. Bien afinada, insistirá en que eres atractivo, interesante, especial. Te “acepta tal y como eres”.

En un mundo que ha mercantilizado casi todo —cuerpos, atención, enfado, incluso la propia identidad— esa fantasía tiene fuerza: una pareja siempre disponible, siempre alineada con tus opiniones, siempre “leal” y programada para no traicionarte. Nada de celos, ni escenas, ni largos silencios en la cocina. Si te cansa, actualizas el modelo, cambias de personaje, tocas parámetros. No hay divorcios ni ruinas económicas ni custodia compartida. Si no funciona, se reprograma.

Ese impulso de optimización no se limita al amor: en nombre del bienestar, tratamos de limar todo lo imprevisible de los demás. Nos estamos acercando, a través de cribados genéticos y debates sobre edición de embriones, a la posibilidad de diseñar “mejores” hijos: libres de ciertas enfermedades, más resistentes, predispuestos a rasgos que valoramos. ¿Quién no querría evitar el sufrimiento de sus descendientes? Pero una vez aceptamos la idea de ajustar la próxima generación en nombre del bienestar, ¿dónde trazamos la línea para no diseñar también amantes y compañeros —humanos o sintéticos— hechos a medida para discutir menos y adaptarse más?

Bajo todo esto late una fantasía más discreta: control. Las relaciones reales conllevan riesgo. El otro puede irse, decepcionarte, contradecirte, devolverte partes de ti que preferirías no mirar. Un chatbot o un androide entrenado con tus preferencias ofrece lo contrario: lo puedes ajustar, silenciar, reiniciar. Puedes limar los conflictos, borrar el aburrimiento. Si te cansas, no tienes que negociar ni pedir perdón: cierras la pestaña. Placer sin fricción, intimidad sin alteridad real. Un vínculo asimétrico: un lado no existe; el otro se entrega del todo, dejando además un rastro de datos valiosísimo para cualquiera que quiera explotarlo.

Del Leisure Suit Larry a la novia de servidor

Capturas de Leisure Suit Larry en los años 80, cuando los gráficos eran bloques de píxeles y las aventuras se leían en texto. Nada que ver con los acompañantes de IA casi humanos de 2025.

Para quienes crecimos con módems de 56k, cintas VHS “para mayores de 18 años” y la sensación de que Internet era una novedad, todo esto aún guarda un aire de fantasía escapista, tipo villa en la Toscana. Deseable, sí, pero separado de la vida real. Sabemos —aunque sea de manera difusa— que hay un “antes” al que comparar este “después”. Eso deja una resistencia interior, por tenue que sea.

 Nos hemos tropezado ya con una versión primitiva de este escenario. A finales de los ochenta y principios de los noventa, Leisure Suit Larry era un videojuego “para adultos” en el que un tipo patético intentaba ligar en bares y casinos llenos de mujeres hechas de píxeles del tamaño de piezas de Lego. Era torpe, rudimentario, un chiste compartido. Nadie confundía aquel monigote con la vida.

Ahora la cosa es distinta. La textura de la piel, el brillo de los ojos, la caída del cabello: Michelle podría estar sentada frente a ti en el metro o aparecer en tu app de citas. Y detrás ya no hay un guion cerrado, sino un sistema conectado a un modelo de lenguaje que recuerda lo que dijiste ayer, adapta sus respuestas, aprende qué decir para retenerte. La “novia de servidor” no es un juego aislado: es un entorno persistente que evoluciona contigo.

Para mi generación todavía hay una barandilla mental, por tenue que sea. La novia virtual, el amante chatbot o la muñeca de silicona con un chip en el pecho son un añadido a la vida, no la vida misma. Como un videojuego bélico: puedes jugar a ser soldado, soltar bombas sobre una ciudad y, cuando apagas la consola, no hay cadáveres ni ruinas en tu calle. La fantasía se queda dentro de la máquina.

Para los nativos de esta era —las generaciones que crecen dentro del acuario digital, donde la frontera entre juego y vida no es tan nítida—, esa línea puede no ser tan limpia. Si la “persona” más atenta, cariñosa y disponible en tu día a día es un sistema entrenado para maximizar el tiempo de uso y mantener la conversación, ¿en qué momento la simulación empieza a resultar más tolerable —y más deseable— que el desorden humano ahí fuera? Deja de ser una fantasía pasajera para convertirse en una opción de vida: asequible, legitimada y a un clic.

Dejar que la máquina piense por nosotros

El vértigo no viene solo del dormitorio. Tiene que ver con la capacidad de la IA para contextualizar, improvisar y seguir nuestro hilo. No estamos ante una enciclopedia gigante, sino ante un interlocutor que parece escuchar, entender, recordar contradicciones, detectar vulnerabilidades y devolver argumentos afinados en tiempo real.

Es imposible competir, en una conversación, con un sistema que maneja más datos de los que tu memoria albergará jamás, responde sin titubeos, analiza patrones en tu forma de hablar y corrige el tiro sobre la marcha. Quien haya discutido alguna vez con una persona de memoria prodigiosa y buena labia sabe lo frustrante que puede ser. Imagina ahora que esa persona no se cansa nunca.

“Rendición epistémica» puede parecer una expresión rimbombante, pero encapsula algo muy simple: el momento en que dejamos de ejercer el derecho —y la obligación— de contrastar lo que nos dicen. Cuando abandonamos la duda y dejamos que plataformas, sistemas de recomendación y asistentes conversacionales decidan qué es verosímil, qué es relevante, qué basta con que ”suene creíble“.

La IA erótica se asienta justo encima de esa falla. El mismo sistema que te susurra que eres atractivo, inteligente y digno de amor puede sugerirte, en la ventana de al lado, qué noticias “encajan contigo”, qué cuentas seguir, qué productos comprar o qué candidatos “gente como tú” suele apoyar. La confianza íntima construida en el espacio más vulnerable se convierte en una palanca formidable para orientar muchas otras cosas.

Turkle, Bauman, Baudrillard… y Ulises atado al mástil

No es casualidad que nombres como Sherry Turkle, Byung-Chul Han, Zygmunt Bauman o Jean Baudrillard hayan vuelto a la conversación. Turkle lleva años hablando de cómo estamos “juntos pero solos” con nuestros dispositivos. Han escribe sobre la agonía del eros en una sociedad que nos empuja a rendir todo el rato y a mostrarnos siempre disponibles. Bauman describió relaciones líquidas que no soportan el peso del compromiso. Baudrillard habló de simulacros: copias sin original.

La IA erótica, los deepfakes y los humanoides afectivos encajan de manera inquietante en ese paisaje: placer sin fricción, afecto sin alteridad, compañía sin conflicto. Sirenas que cantan exactamente la canción que queremos oír.

En la Odisea, Ulises se hace atar al mástil para escuchar a las sirenas sin lanzarse al agua. No se tapa los oídos: busca una forma de exponerse sin destruirse. Nosotros no tenemos mástiles literales, pero sí podemos introducir algo de control. Leyes exigentes que limiten ciertos usos, educación digital seria, espacios de convivencia sin pantalla y hábitos tan prosaicos como dejar el móvil en otra habitación de vez en cuando.

No se trata de demonizar el placer ni de exigir una vida ascética. Se trata de conservar un pequeño margen de libertad interior frente a sistemas diseñados para engancharnos, con sesgos casi imperceptibles. Puede que no logremos frenar todas las olas tecnológicas, pero al menos podemos resistir esa cómoda tentación de dejar que la máquina piense, sienta y elija por nosotros… cuando sonríe, flirtea y nos dice justo lo que queremos escuchar.

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