La nuez vacía del Parlamento
El Parlamento canario acaba de aprobar, dicen que por unanimidad, que los señores y señoras diputados/as hagan una primera declaración de bienes al acceder a la cámara y una segunda veinte días antes de cesar para ver cómo les ha ido. La reforma, comprenderán, llega en fase avanzada del descrédito de la institución, comida por una ley electoral infumable, que rebaja su grado de representatividad, y unas prácticas de apaga la luz y vámonos. Desde comisiones de investigación que dan grima hasta el rechazo de iniciativas populares a las que ni siquiera se dio entrada, a pesar de llegar avaladas por miles de firmas.
Si me pongo muy, pero que muy bondadoso, diría que la decisión de declarar los bienes es un avance; siempre y cuando el siguiente paso sea la paralela declaración de males. Me refiero, claro, a los que ha provocado esta casta o (de)generación de políticos que ha puesto las cuentas de la Comunidad dónde están. Si juntamos estas cuentas con los descalabros municipales, por más que diferenciemos escalas, cuantías y grados de poca vergüenza, nos queda la sensación de un ataque general a la gran caja común. Ya dirán los tribunales dónde ha habido delitos, si los hay y los estima, que esa es otra, y dónde clamorosas ineptitudes. Lo que de poco servirá a la ciudadanía ya que en ambos casos tendrá que pagar los desastres. Por vía fiscal o mediante la reducción de las inversiones públicas y el deterioro de los servicios que afectarán tanto a quienes han puesto a esta gente con sus votos como a los que no.
Según parece, a pesar de que muchos veían venir la bola de nieve ladera abajo, el ineféibol Soria sólo consignó en los presupuestos para imprevistos 3,7 millones de euros, con lo que tienen muy crudo las consejerías del Gobierno llegar a final de mes. El hombre, compréndanlo, estaba demasiado ocupado con sus enredinas judiciales y otras maldades y no se le ocurrió mirar arriba. No percibió el ruido de la avalancha de 500 millones de euros que se venía encima. Y demos gracias al euro porque, de seguir con las pesetas, hubiéramos perdido la cuenta de dígitos.
No sorprende que la solemne decisión parlamentaria de que sus señorías declaren bienes se la tomen a chacota los eternos descontentos, como se decía cuando Él habitaba entre nosotros. Hay quienes se preguntan si tendrán que declarar también esos dinerillos que algunos llevan como suelto en los bolsillos para pagar hoteles, alquileres y lo que haga falta. Y reparan, los muy perversos, en que si el cash de Soria lo nutren los honorarios de su señora, el de Camps para abonar los trajes proviene de la farmacia de la suya. Debe ser consigna del partido para su mejor defensa. Otros dicen que deberían declarar bienes también los familiares y no faltan quienes auguran el auge de las actividades de los testaferros que tendrían a su nombre esos bienes. No los declarados inicialmente, claro, sino los de las resultas una vez agotado el mandato.
Éstos son los sarcasmos más suaves que he escuchado. Reflejan que no es creíble la voluntad de la cámara de ponerle coto a la desvergüenza, aunque la inmensa mayoría de ella no tenga nada que ver con tantos feos asuntos. No es, pues, que no tenga esa voluntad, sino que ya no sirve para nada que la tenga. No se entiende, por ejemplo, que, mientras se parte el culo con la dichosa comisión de menores o para sacar adelante la Policía autonómica, no haya hecho, el Parlamento, el menor intento de debatir la situación de las arcas públicas y demandar explicaciones. Va la cámara por detrás y en la dirección contraria de lo que ocurre. Lo que no es casual ya que este Parlamento no pretende debatir, corregir o enmendar sino ratificar las decisiones del Gobierno. Imponerlas. Carecen sus señorías hasta de la autoestima que debería llevarlas, en aras de su mayor representatividad, a impulsar la reforma electoral que el Gobierno no quiere ni por nada. Le pasa lo que a las nueces, que se secan por dentro hasta vaciarse así que ya me contarán a que viene ahora con esta historia de la declaración de bienes. Esto vale donde hay seriedad, que no es el caso.