San Isidro no tiene quien le mueva

No es un municipio cualquiera. Será cualquier cosa, pero no es común. Sólo su nombre evoca a todos los grancanarios un rincón especial y aislado dentro de una isla: Artenara. La próxima semana celebra su fiesta grande, la que hace honor a una virgen pequeña, la de la Cuevita, con su diminutivo y todo. Y llega a ella con humildad, como un auténtico núcleo rural en el que viven 450 personas y un ganado vacuno que suma tan solo dos cabezas. Por eso, para la romería de San Isidro piden inmigrantes: animales de otros municipios que tiren del carro del santo. San Isidro no tiene quién le mueva en Artenara.

El cronista del municipio José Antonio Luján habla de la pobreza de su tierra natal con aire de orgullo. Como el que subraya una virtud que le ha permitido volar en el tiempo sin sufrir una transformación que le borre sus arrugas originales. Con la afirmación, la sonrisa flojita y la mirada brillante de quién cuenta la verdad, sin adulterar para no ilusionar ni engañar a nadie. “Artenara es un municipio pobre, quizá el más pobre de Gran Canaria”, reconoce. Pero ahí ve el vaso medio lleno y apunta que “ayuda a equilibrar la Isla, de la que hay que hacer una lectura integral”. Luján sostiene que “da la sensación que el asentamiento poblacional de Las Palmas de Gran Canaria ha absorbido toda la actividad de Gran Canaria: un ejemplo es cuando llueve y se dice aquello de que la gente de Las Palmas de Gran Canaria sube a ver sus cumbres”. Y allí espera Artenara. Quieta, tranquila, amante de los que buscan una escapada. Amor de los que sueñan con naturaleza. Madre de algunos y tierra que es abuela de muchos.

Luján deja claro que “el Ayuntamiento de Artenara no tiene recursos propios, se practica una economía de subsistencia”. Para enmarcar la actividad actual del municipio, recoge el hecho de que en época de boom turístico la población practicó la “cultura de la huída”, casi siempre para poder comer. El paisaje agreste del municipio impide un desarrollo agrícola mayor del que ahora mismo tiene y si hubiera posibilidad, aún así faltaría población que lo hiciera, porque la que en la actualidad vive “está envejecida”.

En el rincón de Unamuno aguarda ese mirador que domina la “tempestad petrificada”, como llamó el excelso escritor a ese enjambre de naturaleza que conforma una manta de color con formas picudas y redondas, calmadas y volátiles, capaz de ser tempestad y estar petrificada. Ese balcón es un lugar desde el que el municipio ha querido “dar una visión cultural de los paisajes”, dice Luján, que añade que el objetivo es “proyectar la poética del paisaje, una visión de la cultura que tenemos que explotar en Gran Canaria”.

La primera población de Artenara, rescata el cronista, llegó en el siglo VI, “probablemente huyendo de los ataques piratas a las poblaciones de la costa”. Y este pueblo que se asentó inicialmente en Acusa, practicó la “cultura de las cuevas”. Una población que huía de los piratas, de sus ataques. Una población pacífica que allí permaneció hasta que fue arrebatada por otros que llegaron después. Este asentamiento poblacional que inicialmente vivía en cuevas, aún hoy se sigue refugiando del desarrollismo que invade la islas y quizás, sin quererlo, conserva sus raíces como ninguno.

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