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¡Adiós, pudor!

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Camy Domínguez

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Creo que el pudor, también conocido como “modestia”, “recato”, “decencia”, “decoro”, “vergüenza” o incluso “timidez” o “autocontrol”, se está perdiendo a pasos agigantados en nuestra sociedad, abducida por el exhibicionismo barriobajero y toda la vulgaridad que casi siempre este conlleva.

Hace un par de días circulaba por mi pueblo con mis hijas y una de ellas señaló cómo en una parada de guaguas una adolescente pequeñita se lanzaba a horcajadas rodeando la cintura de un chico que le doblaba la estatura y este la mantenía así en el aire durante un rato haciendo quién sabe qué.

En mi edad adolescente los chicos se escondían para hacer manitas o fumarse un cigarro y algunas, cuando ya estábamos en el COU, nos íbamos al baño para pasarnos una infantiloide barra de labios con sabor a fresa ácida que apenas te ponía un brillo ingenuo en los morritos… y aun así nos veíamos hasta excesivas. No necesitábamos mostrarnos ni publicitarnos para que la gente supiera que debajo de nuestras ropas había cuerpos de mujeres exuberantes a los que les gustaba hacer de todo, por supuesto que sí.

En estos últimos años muchas de mis alumnas, sin siquiera cumplir los catorce, vienen a clase repintadas, con sus escotes excesivos, los pantalones hiperapretados marcando cada curva, cada pliegue, los ombligos desafiantes a la vista, los labios muy perfilados, muy repintados de tonos que oscilan entre el granate encendido y el chocolate brillante, las pestañas chorreando rimmel y haciendo gestos obscenos con el piercing de la lengua, o toqueteando constantemente ese… “¿narigón?” que llevan en la nariz y que a mí me da tanta grima… Y muchos de los chicos, enfundados en un vaquero cinco tallas más pequeño que apenas permite un movimiento ágil, muestran el elástico de sus calzoncillos de marca y sus tobillos depilados. Como si no hubiera nada más que el postureo, ninguna intención de salvaguardar la intimidad y el respeto hacia sí mismo. El lema es que hay que enseñarlo todo antes de que se lo coman los bichos.

Mi madre, un ama de casa sencilla, fue la primera en censurarme mi falta de buen gusto cuando me dijo una vez que unos leggins me iban a quedar horribles, nadie se iba a fijar en lo bonito de los colores sino en lo feas que se verían mis piernas y mi trasero; que con tanta pintura en la cara parecía un carnaval, una vanidosa, por no decir cosas peores, y mi padre me echó una soberana bronca cuando en una ocasión, no habiendo más sillas en una reunión familiar, opté por sentarme sobre una pierna de mi novio con mis veintitantos años ya cumplidos. Y es que una tiene su autoestima y un espejito para mirarse sin que mamá lo diga…

No me siento una mojigata ni una acomplejada, ni muchísimo menos, por hacer mías estas acertadas lecciones que me dieron. Ni siquiera me siento una mujer de mi tiempo; al contrario, creo que tuve mucha más suerte que otras chicas a las que la vida ni siquiera les dio opción de adquirir unos estudios básicos, sino que abandonaron la escuela y la educación para trabajar y casarse. Sus padres y sus maridos se encargaron de que “tuvieran fundamento”, cosa que yo particularmente nunca tuve, o eso solían decir mis mayores.

Pero aun así, pienso que es de buena educación no bostezar con toda la boca abierta al público y nadie tiene por qué asistir con envidia o morbo a tus demostraciones amatorias, que va una por el pasillo de un cole y no sabe cómo disimular ante una parejita que se besa ardorosamente. No quiere eso decir que a una no le guste besar o no lo haya hecho nunca. ¡Como al que más! Pero… ¡qué horror! ¿Qué tiene que saber nadie con cuanta pasión y desenfreno besa una y si sabe o no sabe hacerlo bien?

Al principio me asombraba y me horrorizaba al ver que los jóvenes de mi entorno en medio de una clase bostezaban y se dormían, decían todas las palabrotas habidas y por haber, hablaban en voz alta en pequeños corrillos, se levantaban cruzando de un lado a otro de la sala interrumpiendo cuando estabas explicándoles algún concepto o daban rienda suelta a las necesidades de sus vientres… todas las barbaridades que te puedas imaginar.

Hoy pienso que da la sensación de que ser educado ha caído en desuso, es algo que nadie parece valorar y que el pudor ha pasado a mejor vida, sustituido por toda la bajeza de la que es capaz el ser humano. Los veo, observo las cosas que les gustan y cómo tratan a las personas educadas, con qué desprecio y con qué degradación, y pienso que es tarde para hacerlos entrar en razón de que la educación es un valor, de que ellos son los que han venido con el objetivo de cambiar el mundo pero que no parece que sea la falta de pudor la manera más adecuada de hacer un mundo mejor.

Aunque todavía es posible que, cuando te encuentras un entorno de este calibre que he descrito y estás absolutamente enfadada porque no te permiten trabajar en paz, hecha un manojo de nervios, vayas y te salgas por esta razón un poquito fuera del tiesto y venga el jovencito de turno a llamarte a capítulo diciéndote “¿¡¡¡profe!!!?”. Y acto seguido venga la sabia madre de turno a echarte una reprimenda por tu mal comportamiento, que le estás dando mal ejemplo a su retoño…

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