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Nieves González Arrocha

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Él quería volar. Deseaba salir de esa caja en la que había crecido. Ya no era él mismo, había cambiado, ahora, era otro. No estaba dispuesto a conformarse con aquella vida pacífica, sin acción alguna a la que había sido sometido a vivir. Todo era monotonía, rutina, soledad… Un día a día sin sentido que lo llevaba a un futuro desolador.

Se sentía diferente de los demás, y quizás fuese presuntuoso, pero se sentía especial. Tanto como para pensar en hacer algo que los otros no habían conseguido: volar. En el aire podría sentir el viento golpeando sus antenas, experimentar el azote del alisio en sus alas. ¿Y si esta era la única oportunidad de vivir su historia?

Habló con los demás, les comentó sus intrigas y dudas. Ninguno entendió esa pasión por el mundo exterior que experimentaba. Nadie entendió por qué debía hacer algo diferente de lo que está establecido si el sistema había funcionado a la perfección durante años, que quién era él para cambiar las normas, para romper las reglas. Los más arrastrados intentaron disuadirlo entre hojas de morera caídas del cielo. Iluso, llegaron a decir.

Su cabeza iba a estallar. Por una parte su pasión por la vida, sus sueños y motivaciones lo llevaban a lanzarse. Por otra, el abismo era tan grande, que tenía miedo a caer de bruces y sin control. Nunca antes había volado y todo lo nuevo siempre proporciona temor y motivación. A veces es mejor atender el destino, obedecer la norma y cumplir el cometido, aunque eso mismo condene la existencia a una muerte segura. Los que no vuelan se limitan a hacer lo que se les pide, fieles seguidores de la norma, de lo que hay que hacer. Capullos integrales, de esos que en plena metamorfosis solo piensan en la siguiente camada. ¿Por qué ahogarse en una sola posibilidad?

Creció entre rutinas de sedas y excrementos. Jamás hubo quién lo enseñara a ver las cosas de otra manera. La escuela fue la misma: calla y come. En el verde estaba la clave y agachando la cabeza entre cartones se vive mejor. Aquella machacona monotonía era desoladora, rodeado de iguales que al mismo tiempo parecían ser tan diferentes de él. Estaba cansado de hacer lo que los demás esperaban de él, agotado de cumplir, de asentir a todo lo que se suponía un deber. Tenía que ser un gusano ejemplar y acatar lo que vendría. Era ley de vida, le decían los que ya estaban encaramados buscando su lecho y escuchaban sus anhelos. Allí subido en una hoja, rodeado de obedientes capullos, fue cuando creyó en su cambio. Quería realizar una metamorfosis, sí, pero completa: de cuerpo y de mente. No pretendía tampoco cambiar ninguna regla, simplemente quería transformar su vida. Optó por pensar que aquello no era para él. Decidió que, si tenía que morir, lo haría haciendo lo que quería. ¡Qué coño! La vida es solo un momento. ¿Por qué desperdiciarlo haciendo algo que no quieres?

Solo necesitó dos alas y un empujón. No hubo despedida. Sin saber muy bien qué pasaría se lanzó a la aventura de su vida. Estiró las alas todo lo que pudo y voló. Salió al aire libre, sus antenas vibrando por el viento, tal y como había soñado. Por primera vez en su vida eligió. Tomó una opción que conduciría a su propia alegría y no a la de los demás. Se sintió feliz. Libre. Sabía que aquel momento no duraría mucho, pero sí sabía que sería eterno.

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