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Opinión - Noticias que no interesan. Por Esther Palomera

De himnos y banderas

Anda la gente en los últimos tiempos algo soliviantada por el tema de los símbolos. Banderas e himnos principalmente. Que si la mía mola más, que si la tuya es más fea, que si esa es ilegal, que si mira cómo suena esto, que si esos pitos me ofenden, que si lo otro me ofende más. Que libertad de expresión, que libertad sí pero libertinaje no, que los signos nos los damos entre todos, que solamente les gustan a algunos, que si pitos, que si a qué quieres que te gane. Que gaitas, dimes y dietes. Que qué hartazgo, oigan.

Hartazgo no porque el tema en sí sea o no interesante (que aquí cada cual con su umbral de interés…el mío abarca casi todo por curiosidad innata) sino porque se pretende prostituir negando la misma naturaleza de lo que son los símbolos. Olvidando, ya saben, que no nos encontramos ante sacrosantas representaciones del alma de los pueblos otorgados por seres legendarios hace un montón de siglos. Que no. Que es más sencillo que eso. Los símbolos tienen que ser, los símbolos son, aquello con lo que las personas se sienten representadas. Lo que las simboliza, vaya. Y allí no entran historiadores, ni políticos, ni rapsodas. Ese es un movimiento espontáneo. Como casi todos los realmente valiosos, por otra parte.

Me adelanto a las críticas y aclaro. No digo que un historiador no pueda opinar, censurar o alabar la “historicidad” de cierto símbolo, ni que los políticos puedan hacer lo propio apelando a su carácter más o menos democrático o no. Va de suyo que pueden, va de suyo que serán éstas opiniones ponderables, incluso preferentes (sobre todo la primera, vaya) en tal asunto. Pero no definitorias. Porque, insisto, cada cual tiene los símbolos que escoge, y es el propio pueblo quien (cuando le dejan) se los suele otorgar de una u otra manera. Aunque los arrogue. Con las críticas que pueden venir de quienes ven canciones, escudos o banderas como inventos contemporáneos, o chorradas sin más interés. Incluso las censuras, estás con peor intención, de los que contemplan peligros por doquier en cualquier color que no sea el propio. Qué más da. Hablan de cosas diferentes. Donde unos tratan de documentos otros piensan en piel. Donde aquellos comentan epistemologías, los de más allá dejan expresarse a los sentimientos.

Dice el historiador John Dickie que las naciones tienen que ser soñadas antes de existir. Se refiere a Italia, a esa Italia complicada y esquizofrénica de finales del XIX y principios del XX, una nación joven de raíces viejas. Pero el argumento nos vale para defender la tesis. El sueño antes que la existencia, la ilusión antes que la realidad. Que nadie se vuelva loco con las banderas, con los escudos, con los himnos. No merece la pena. Serán, siempre, los que el pueblo, en su inmensa mayoría, escoja libremente. Y si no lo son… entonces no serán.

Anda la gente en los últimos tiempos algo soliviantada por el tema de los símbolos. Banderas e himnos principalmente. Que si la mía mola más, que si la tuya es más fea, que si esa es ilegal, que si mira cómo suena esto, que si esos pitos me ofenden, que si lo otro me ofende más. Que libertad de expresión, que libertad sí pero libertinaje no, que los signos nos los damos entre todos, que solamente les gustan a algunos, que si pitos, que si a qué quieres que te gane. Que gaitas, dimes y dietes. Que qué hartazgo, oigan.

Hartazgo no porque el tema en sí sea o no interesante (que aquí cada cual con su umbral de interés…el mío abarca casi todo por curiosidad innata) sino porque se pretende prostituir negando la misma naturaleza de lo que son los símbolos. Olvidando, ya saben, que no nos encontramos ante sacrosantas representaciones del alma de los pueblos otorgados por seres legendarios hace un montón de siglos. Que no. Que es más sencillo que eso. Los símbolos tienen que ser, los símbolos son, aquello con lo que las personas se sienten representadas. Lo que las simboliza, vaya. Y allí no entran historiadores, ni políticos, ni rapsodas. Ese es un movimiento espontáneo. Como casi todos los realmente valiosos, por otra parte.