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Franco sigue montando a caballo en nueve lugares ocultos de España

Ángeles Oliva

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En octubre de 2016 un grupo de personas derribó una estatua de Franco en el barrio del Born en Barcelona. La escultura se había colocado cuatro días antes como parte de la exposición Franco, Victoria, República. Impunidad y espacio urbano. Junto a la de Franco, una escultura de la Victoria y otra de la República, situadas en la explanada delante de la exposición, buscaban reflexionar sobre la manipulación ideológica del espacio público. La estatua del dictador a caballo, que había sido decapitada mucho antes en circunstancias poco claras, estaba bajo el foco mediático antes de ser sacada del almacén donde se guardaba y fue vandalizada desde el primer momento de su instalación con pintura, huevos, y todo tipo de objetos, desde una muñeca hinchable a una cabeza de cerdo. Después de cuatro días de tensión creciente, un grupo de personas la derribó, y los selfies de la acción se compararon en redes sociales con el derrumbe de la estatua de Saddam Hussein en la Guerra del Golfo. Entonces, el Ayuntamiento de Barcelona decidió retirarla.

Esos días de violencia dejaron huella en Julia Schulz-Dornburg, arquitecta encargada de la puesta en escena de la exposición. Ella había sido la responsable de sacar las estatuas de los almacenes donde estaban y de colocarlas en la plaza. La conmoción que provocó la estatua del dictador la dejó impactada, y al finalizar la exposición, decidió recorrer el país con una cámara siguiendo las huellas de Franco que aún quedan escritas en el paisaje.

La investigadora fue contactando, ciudad por ciudad, con los responsables de la custodia de las nueve estatuas ecuestres que quedaban de Franco, y les pidió verlas y hacerles fotos. Lo consiguió con cuatro de ellas. La vida de todas esas esculturas, por qué y cuándo se hicieron, qué edificios o calles habitaron y dónde se guardan ahora se cuenta en el libro ¿Dónde está Franco? (Tres Hermanas).

Estrategia disuasoria

No le costó mucho saber dónde estaban las nueve estatuas ecuestres del dictador, aunque no hay un registro donde esa información esté recopilada. El recorrido para fotografiarlas es una peripecia rocambolesca que la arquitecta ha recogido en un diario de viaje que a ratos recuerda al universo de Berlanga y que muestra la compleja relación que existe hoy con los vestigios de Franco.

Tramitar los permisos para hacer las fotos fue una tarea compleja que le llevó más de un año. Se encontró, en todos los casos, con respuestas que suponían una cadena de consultas, gestiones y retrasos en los que, aunque nadie se negaba, se podía ver una clara incomodidad ante la petición y una estrategia disuasoria dirigida a agotar a quien quisiera ver las estatuas. Las distintas instituciones intentaban posponer la visita, alegando no ser los propietarios legales, comunicando que la escultura estaba cedida a otra organización, o que la persona responsable de dar el permiso estaba tan ocupada que nunca se podía contactar con ella. La mayoría de las veces, las comunicaciones fueron por teléfono en un intento, dice Julia Schulz-Dornburg, de no dejar las respuestas por escrito.

Franco en el jardín abandonado

El recorrido de la investigadora partió de Barcelona, visitando el almacén al que volvió la estatua derribada en el Born. Siguió en Toledo, donde no consiguió el permiso para ver la estatua de Franco que está en la Academia militar en la que él se formó y que utilizó presos republicanos para su construcción. Continuó hasta Zaragoza, donde la escultura de Franco realizada para reconocer su labor como director de la Academia Militar y que inicialmente se instaló en ella, ha acabado en los jardines de la Universidad Laboral, un complejo de edificios que se cerró en 1997 por aluminosis, y que es ahora un almacén de diversos objetos. En sus jardines, donde se entrenan los antidisturbios de la Policía Nacional y se han rodado series de televisión, fue colocada la estatua de Franco en 2006 al aire libre, hasta que alguien se quejó de su estado en una web franquista, y entonces la taparon con una estructura metálica y una tela verde. Después de varios intentos para conseguir el permiso para fotografiarla, Julia Schulz-Dornburg convenció al vigilante de seguridad de la Universidad, quien le dejó entrar diez minutos en el recinto, lo justo para meterse bajo la estructura y hacer unas fotos.

La parada en Madrid es un agujero negro. A la investigadora le fue imposible saber cuál fue el destino de la estatua después de que la desmontaran de una zona céntrica de la capital en 2005. La Fundación Francisco Franco demandó entonces al Estado por su retirada, aunque el Tribunal Supremo desestimó la causa porque, en vista de la Ley de Memoria Histórica, no era posible su recolocación.

Las gestiones más fáciles para Julia Schulz-Dornburg fueron en Valencia, que fue la primera ciudad española en retirar una estatua del dictador del espacio público, en 1983. Aquella vez, las maniobras para moverla acabaron con la estatua rota y el busto de Franco colgado de la grúa con la cadena al cuello. Después de 27 años expuesta en la Capitanía General, la estatua se metió en una caja metálica y se llevó a la base militar de Bétera. Allí, en un almacén entre sacos de cemento y andamios, se abrió la caja delante de la arquitecta y de militares de élite europeos que nunca habían visto lo que había dentro.

La estatua más grande

Schulz-Dornburg pudo ver y hacerle fotos a la estatua que se guarda en Santander, aparcada en un almacén municipal entre coches oficiales. Pero no en la ciudad natal de Franco, Ferrol, donde está la estatua más grande. De siete toneladas de peso, el Ejército Guerrillero del Pueblo Gallego Libre detonó un explosivo contra ella en 1988 pero, aunque todos los cristales de la plaza en la que estaba se rompieron, la estatua no sufrió ni un rasguño. Es la única de todas que no se tapó cuando la sacaron de la plaza en 2002 y fue acompañada de unos mil seguidores hasta el Museo Naval donde se quedó hasta que fue retirada en aplicación de la Ley de Memoria Histórica. Yolanda Díaz, entonces portavoz de En Marea, planteó en 2017 una proposición para que la estatua fuera fundida y esculpir con ese bronce otra escultura homenaje a las víctimas de la represión franquista.

La última de las estatuas de Franco se inauguró en Melilla en 1978, como homenaje de la Legión después de muerto el dictador. Fue financiada por Legionarios de honor y se expuso en el Acuartelamiento Millan Astray durante 32 años hasta que, en aplicación de la Ley de Memoria Histórica, tuvo que retirarse. Se trasladó entonces a la fundación de la empresa eléctrica Gaselec, cuyo presidente era legionario de honor, gracias a un convenio con el Ministerio de Defensa bajo mandato de Cospedal. Melilla fue la experiencia más frustrante para Julia Schulz-Dornburg, porque su petición de visitar la escultura fue muy bien recibida por los legionarios, pero finalmente le pidieron que dejara de preguntar por ella.

Tampoco pudo ver la estatua que se conserva en Segovia en los jardines de La Granja de San Ildefonso. Fue encargada por Carrero Blanco para celebrar los 50 años de la boda de Franco. Carrero iba a dar el visto bueno a la estatua cuando lo mataron en un atentado y la estatua nunca se exhibió en el espacio público.

Julia Schulz-Dornburg recuerda cómo “tras la Guerra Civil, el franquismo se lanzó a ocupar el espacio público con una política monumental que llenó pueblos y ciudades de estatuas del dictador, en un ejercicio de poder y propaganda”. También hubo imágenes alegóricas de la victoria y otras que glorificaban al alzamiento y los caídos, y el territorio se llenó de cruces. Con el fin del franquismo, “en el caso de los monumentos alegóricos, se ha optado por banalizarlos de alguna forma, o bien colocándolos en sitios poco visibles, como rotondas, o bien quitándoles referencias explícitas o desmembrándolas”, apunta la arquitecta a elDiario.es.

“Se las ha tuneado y hay millones que siguen instaladas por plazas y calles de todo el país. Pero el retrato del dictador tiene un peso tan potente que no puede desvincularse de su significado cuando, además, en este caso son figuras a caballo que expresan la victoria y el poder”. El periplo de la investigadora dibuja un mapa de la presencia del dictador en España y confirma que “Franco sigue entre nosotros. Está escondido, aguarda tapado, espera oculto, aparece decorado y duerme en una caja metálica”.

El viaje para buscarlo empezó en Barcelona, con la sorpresa de una reacción con la que ella no contaba. “El poder del símbolo, incluso descabezado, fue mucho más potente de lo que hubiera podido imaginar. Curiosamente, nadie atacó a la estatua de la Victoria, que en el fondo simboliza la caída de la Barcelona republicana y la proclamación del régimen franquista. Fue Franco quien acaparó toda la atención y la ira”, concluye.