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Elena Ferrante y el derecho a ser invisible

Hubo un tiempo en el que el texto de la contraportada era el único cebo de un libro. Ahora, en plena época Wikipedia, ese pequeño pliegue que nos desgrana la obra y milagros del autor ha comido la tostada a la sinopsis. Como si una foto de tamaño carnet nos fuese a revelar las intrigas y la prosa del que sonríe en lo alto de la columna. El público, aturdido por un constante flujo de estímulos, exige conocer los antecedentes antes que dejarse enamorar por una historia.

Pero a veces ocurren casos excepcionales que echan abajo todos los estatutos del buen best-seller. Según estas líneas no escritas, la promoción se habría convertido en el ménage-á-trois de la literatura moderna. Donde antes el autor dependía de las dotes mediáticas de la editorial, ahora son estas últimas quienes someten a las firmas a un circuito digno del rock and roll. La campaña, ya sea en forma de sofisticado debate o en el cóctel más snob, se cimienta en la imagen del escritor para reservar el espacio más afortunado en las librerías. ¿O no tiene que ser siempre así?

El caso de Elena Ferrante es el gran misterio de la literatura moderna y uno de los ejemplos que desmonta lo anterior. Desde su primera publicación bajo seudónimo en 1992, el fenómeno ha recorrido varios continentes sin necesidad de entrevistas o firmas de libros. Quizá fuese el morbo del anonimato o que había lectores dispuestos a recuperar el sentido romántico de la lectura, pero la autora italiana consiguió a partir de 2014 unos números récord.

Las librerías de más de cuarenta países veían que la estantería de Elena Ferrante se vaciaba de ejemplares. Un millón de libros en Italia, dos millones y medio en el mercado anglosajón y, en España, la saga Dos amigas vendió más de 100.000 tomos. Son datos que cualquier editorial firmaría con los ojos cerrados y más sin necesidad de invertir en el tour promocional.

Ahora, el investigador italiano Claudio Gatti ha olfateado el rastro del dinero para desvelar, según él, un misterio que “todos los lectores tenían derecho a conocer”. A través de un artículo en The New York Review of Books, Gatti y otros compañeros de Il Sole 24 Ore han revolucionado a los medios y han llenado páginas de periódico con la foto de Anita Raja.

Quienes lo leemos desde la distancia podemos estar molestos a la fuerza o saciados de curiosidad. Pero lo cierto es que en Roma hay una mujer acosada por cientos de cámaras que se apoltronan en la puerta de su casa como si hubiese cometido un crimen. El editor de Elena Ferrante en Italia ha rogado a la prensa que frene el acoso a una persona que está siendo tratada como un miembro de la Camorra.

“Me gustaría señalar que Elena Ferrante fue la primera en violar la privacidad de Elena Ferrante. Lo hizo con toda la información que ha dado en muchas entrevistas y en [su libro] La Frantumaglia. Excepto los datos falsos, como su madre costurera, sus tres hermanas y su vida en Nápoles. Todo eso eran mentiras”, escribió Gatti en la justificación de su artículo. Lo que no decía el periodista es que Ferrante ha defendido constantemente su deseo de permanecer en el anonimato. “Los libros, una vez publicados, pueden y deben prescindir de la persona que los escribió”, dijo en una ocasión.

Donde dije derechos, digo deberes

En Lumen, la editorial que publica a Elena Ferrante en español, los teléfonos no paran de sonar para que ratifiquen la noticia. No es ningún secreto que Claudio Gatti no es su persona preferida. “Me da miedo que esta polémica, que baila entre lo deshonesto y lo malicioso, cambie la relación de los lectores con la obra”, confiesa la editora Silvia Querini a eldiario.es. La responsable desea leer en la prensa un artículo que no se base en la supuesta desenmascarada, en la razones por las que decidió esconderse tras un alias y en los detalles impertinentes de su vida privada.

¿Cuáles son las consecuencias? ¿Vivimos de verdad en un mundo mejor desde este domingo? “Aquí hablamos de derechos y de deberes como si fueran galletas”, opina Querini sobre la justificación de Galli. Piensa que el primer derecho del que escribe es el de firmar como se le antoje, y el del lector el de leer sin censura. “Aquí hay uno que se ha violado claramente, y no es el segundo”, dice la editora.

Además este acoso, según Querini, tiene poco que ver con la identidad de quien firma una obra. “También publicamos a Virginia Woolf, Natalia Ginzburg y Elsa Morante, que son autoras de textos estupendos, pero ya no pueden abrir la boca”, justifica. Utiliza esos ejemplos para defender una vez más que, cuando el libro habla por sí mismo, el escritor no necesita dar voces para convencer a los lectores.

La captura de lo invisible

La cultura de la literatura moderna no perdona que un personaje público no dé la cara. Solo basta leer a Gatti para ver que descansa todo su argumentario en ese espinoso término. Como es personaje público, tiene que justificar sus ventas. Como es personaje público, debe dejar las ventanas de su casa abiertas para que los paparazzis hagan su labor. Como es personaje público, ha de exponerse a los baños de multitudes de sus fans y a los dardos de sus críticos.

Pero estas razones se olvidan de aquellos autores que, utilizando su nombre real, preferían mantenerse ausentes de este escrutinio. Las masas tampoco lo aceptaron en este caso. La última cámara que tomó una foto consentida de Thomas Pynchon fue la de la Marina norteamericana en 1955. Después, miles de periodistas espías han intentado descubrir su paradero. Algunos decían que vivía en México, otros que se había retirado a los bosques de New Hampshire como J.D Salinger, pero lo cierto es que vivía como cualquier otro neoyorquino.

Compraba el periódico, daba una vuelta a la manzana, se metía en una tienda de comestibles para comprar el pan y llevaba su propia bolsa de tela. Apasionante, ¿no? La periodista Nancy Jo Sales se colgó una medalla en 1996 por haber localizado a Pynchon después de décadas y haber trazado su ruta diaria en el New York Books.

La subasta del lote 49 y El arco iris de la gravedad no iban a ser mejores libros ahora que su autor no era un ermitaño de las montañas, ni peores porque se paseara entre cientos de vecinos que desconocían su genialidad. Pynchon cambió de casa y recuperó su capa de hombre invisible, pero por suerte no dejó de escribir. Su último libro, Al límite, fue una bomba editorial también ayudado por ese episodio tránsfuga.

La editora de Lumen desea lo mismo para Elena Ferrante. “Ojalá toda esta pobre polémica terminara con más gente acercándose a sus libros”, admite sincera. Pero, mientras tanto, el investigador Gatti ya ha acusado a una mujer de no respetar sus raíces, a su madre, a los italianos y a sus lectores internacionales. Un precio demasiado alto para cualquier invisible.