Crítica

Édouard Louis exorciza en escena la relación con su padre y con el Estado francés

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El gran director de teatro de Europa y el enfant terrible de la literatura francesa se han unido para parir este montaje autobiográfico protagonizado por el propio autor y que acaba en posicionamiento político abrupto. La obra aúna una gran capacidad de desnudo para enfrentar la relación con un padre terrible frente a un hijo homosexual y femenino, con el posicionamiento de clase llegando incluso a acusar directamente a los presidentes franceses Jacques Chirac, Nicolas Sarkozy, François Hollande y Emmanuel Macron de humillar, doblegar y asesinar a su padre a través de sus políticas sociales y de sanidad.

La obra se titula Quién mató a mi padre (2019), adaptación teatral de la tercera novela de Édouard Louis que, con tan solo 21 años, escribió una pequeña novela autobiográfica, Para acabar con Eddy Bellegueule, con la que le llegó un éxito tan temprano como rotundo. Durante estos diez años su figura ha ido creciendo y afianzándose al mismo tiempo que acumulando verdaderos opositores a su propuesta literaria y sus posicionamientos. A Édouard Louis siempre le ha rondado la polémica. Con su primera novela le acusaron de inventarse su pasado. Con su segunda, Historia de una violencia, en la que relataba cómo un inmigrante magrebí intentó matarle y robarle después de mantener relaciones sexuales en su piso de París, lo atacaron desde todos los frentes. Y con la obra que esta semana ha presentado en el Conde Duque de Madrid, lo tildaron de efectista, de un discurso político fácil y panfletario. Incluso en nuestro país le han llamado “llorica”, “narcisista”, se ha acusado a su literatura de ser alimento para la condescendencia del lector parisino medio y ya, directamente, de fraude literario de la autoficción.

Édouard Louis no deja indiferente. Para unos es una especie de Ripley (el personaje de Patricia Highsmith) usurpador de una clase intelectual y social a la que no pertenece. Parece que no aguantaran su mentón operado y su francés hipercorrecto al que ha quitado todo acento 'de campo'. Para otros, es un autor imprescindible, capaz de leer y desbrozar una nueva realidad social y política. Moda o no, literatura de Instagram o no, Édouard Louis ha conseguido un inmenso número de lectores y personas de prestigio que lo apoyan y lo ensalzan. Así lo hace, por ejemplo, uno de los cineastas más interesantes de este siglo, Xavier Dolan, con quien mantiene relación estrecha. La comunidad LGTBI abrió en su honor el primer hogar de acogida en España para jóvenes del colectivo LGTBI, la Fundación Eddy. Y la última noticia es que James Ivory (director de películas como Una habitación con vistas y ganador de un Oscar por el guion de Call me by your Name) está escribiendo una serie televisiva de su primer libro para Netflix.

En el teatro, además de Ostermeier, quien ya antes había montado Historia de la violencia (2018), otros dos grandes directores europeos han trabajado sus textos. Milo Rau presentó hace dos años The Interrogation, una obra con Louis en escena y un texto realizado entre ambos; y el año pasado el afamado Ivo Van Ho estrenó Quién mató a mi padre en uno de los teatros imprescindibles de Londres, el Young Vic. En España, Gerardo Vera quiso montarlo, pero falleció antes, un proyecto que retomó la Compañía Lajoven montando Para acabar con Eddy Bellegueule, montaje dirigido por José Luis Arrellano que sigue en gira y se podrá ver el 25 de febrero en el Teatro Alhambra de Granada.

Basura blanca y chalecos amarillos

Édouard Louis es hijo del norte francés, de la época de postindustrialización que creó una subespecie de clase, una especie de white trash a la francesa dominada por el paro, el machismo, el alcoholismo, la imposibilidad de ascenso social y una tremenda infelicidad y rencor. Esa es una Francia que si bien el arte ha retratado en los últimos 25 años —valga de ejemplo la devastadora película de Claude Chabrol, Rien ne vas plus—, sigue siendo denostada, acusada de vaguería, de votar de manera incomprensible al Frente Nacional, por la otra mitad de la sociedad francesa.

Es esto mismo lo que el autor intenta atacar en la obra. Su posicionamiento político es claro: tanto el racismo, la dominación de clase, el machismo, el odio a los homosexuales o cualquier otro tipo de opresión no son más que herramientas para exponer a determinados colectivos a una muerte prematura: “La política es la distinción entre colectivos cuya vida se asegura, se alienta y se protege, y otros expuestos a la muerte, la persecución, el asesinato”, dice en la obra. Louis defendió al movimiento de los chalecos amarillos mientras la izquierda bien pensante y burguesa denostaba su gesto de apoyo a esa “turba” de gente que votaba a la ultraderecha y era racista y homófoba.

Así, en Quién mató a mi padre, Louis, en vez de atacar a la clase trabajadora, intenta salvar al ser humano que está hundido por toda la violencia que se le ha ido inoculando. En vez de atacar a un padre homófobo, que siempre lo rechazó, que decía que los homosexuales debían ir a campos de concentración, el autor intenta ir desvelando, tras todas esas capas, al ser humano que hay detrás. Toda la obra es una conversación con un padre que el autor intenta entender, salvar. Ostermeier, desde la dirección, juega en todo momento a favor, se hace a un lado, incluso. Y propone un espacio casi vacío donde la palabra de Louis reine. Tan solo una mesa y un sofá, un sofá que invocará la presencia del padre, Louis mira el sofá vacío y en ese vacío encuentra cómo mirar a quien le dio la vida. Mira al padre para comprenderlo, para saber si realmente él fue un niño querido u odiado. Este es el núcleo de la obra, que Ostermeier, para dar ritmo y aire, mezcla con pequeños números musicales y de baile que ayuden a hacer presente el cuerpo de Louis, y con pequeñas piezas audiovisuales que le dan al espectáculo profundidad poética y estética. Todo está medido, perfectamente realizado, la luz nunca deslumbra, la realización del sonido va llenando huecos con finura, sin exabruptos. Todo calculado para que este no actor pueda ser en escena. No es tan fácil sustentar un montaje unipersonal de hora y media sin serlo. Así, Ostermeier, con mucho oficio, evita su sobreexposición y provoca que Louis esté cómodo en el espacio y pueda oficiar.

Final envenenado

En escena va imponiéndose la narrativa clara y simple del autor. Equivocadamente, debido al componente autobiográfico, le han comparado con el verbo duro de Thomas Bernhard. Pero su escritura es otra. No hay repeticiones, no percute insistentemente en nuestro cerebro como el autor austríaco. Louis tiene un tono calmado, su escritura es reflexiva, centrada en el detalle, en la emoción que puede definir y sintetizar a sus personajes. Y en la lectura política de todo ello. Quizá por esa mezcla de sensibilidad y lectura política, la escritura de Louis ha calado tanto entre la juventud de todo el mundo.

Tras ese gran recorrido para comprender la figura de su padre, Louis relata cómo, después de sufrir un accidente laboral, queda impedido. Pero los cambios en las políticas sociales le van recortando medicamentos, le hacen volver a trabajar con la espalda maltrecha ocho horas como barrendero, lo van doblegando y humillando. Ahí, la obra se transforma en una especie de Yo acuso de Emile Zola, los retratos de los presidentes de la República Francesa serán colgados en una cuerda que atraviesa el espacio. Todo es escenificado de manera pop por Ostermeier. Louis con antifaz y con capa va denunciando las políticas de cada presidente, los cuelga y les tira pequeñas bolitas de colores que son petardos. Todo parece inofensivo y naíf, como queriendo explicar lo inofensivo de tal acto, pero al mismo tiempo reivindicando el poder de las palabras.

Acusa Louis a las clases dominantes de obligar a una parte de la sociedad a tragar con trabajos que los van consumiendo, los acusa de, encima, humillarles, de tratarlos como vagos para luego quitarles prestaciones mientras los ricos van haciéndose más ricos, acusa al Estado de acabar con lo humano que había en su padre para luego rematarlo. Un final para algunos facilón, mentiroso, panfletario, algo que se pudo comprobar el día del estreno en el malestar de parte del público entre los que se encontraba la Delegada del Área de Cultura del Ayuntamiento de Madrid, Andrea Levy. Pero este francés, educado, delicado, que parecía inofensivo, simplemente sentimental, no se acobarda y acaba la obra con estas palabras: “Creo que nos hace falta una buena revolución”. Al menos no se puede negar que Édouard Louis tiene el encanto del caramelo envenenado.