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Renovables: necesitamos planificar el territorio

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El reto de la transición energética es especialmente delicado en toda Euskal Herria, más si cabe en la Comunidad Autónoma Vasca. Nuestra intensa actividad socio-productiva, base de un imperfecto y menguante pero todavía apreciable bienestar, está basada en un consumo energético que dobla la media mundial. Dependemos (en un 90%) de energía del exterior y pendemos patológicamente de combustibles fósiles que suponen el 80% de nuestra hipercarbónica dieta energética.

La energía fósil ha sido, por su alta densidad, versatilidad, fácil transportabilidad y almacenamiento, un tesoro energético que ha nutrido nuestro metabolismo socioeconómico. Sin embargo, su decisiva contribución al caos climático unida a su finitud nos obliga a su rápido abandono. Para luchar contra el cambio climático, sí, pero también para que su futura escasez, cuyos primeros síntomas están ya presentes, no nos pille sin otra alternativa que pelear a muerte por acapararlos. 

Pero transitar desde un modelo energético de base fósil a otro renovable no solo está repleto de dificultades técnicas y límites materiales (las fuentes energéticas pueden ser inagotables pero los materiales que utilizan las instalaciones de captación no lo son), también afectan el territorio. Estamos despertando de la excepcional ensoñación de los últimos decenios, donde la arribada anual de decenas de millones de toneladas de combustibles fósiles por tierra, mar y aire nos hizo olvidar la estrecha relación histórica entre la energía y el territorio. Está de vuelta.

Al no ser los únicos llamados a hacer la transición, ganar cuota de autoabastecimiento energético es decisivo. Más allá del despropósito climático, no hacerlo supone apuntalar una vulnerabilidad estratégica, cargar a otros el impacto de su despliegue y renunciar a disputar su control (su propiedad, su ubicación, sus beneficiarios etc). Es decir, la democratización de la energía pasa por disputar qué, quién y cómo generará la energía del futuro. Pero también dónde y cuánto. Y no será poco, porque incluso un ambicioso objetivo de reducción del consumo que limitara nuestra demanda a la mitad exige un despliegue importante. 

Y los números son tozudos. El reciente estudio realizado por el Observatorio de Sostenibilidad, orientado a demostrar que no es necesario ocupar suelo no urbanizable para desplegar fotovoltaica, nos otorga (para Araba, Bizkaia y Gipuzkoa), en el mejor de los casos, un exiguo 8% de autoabastecimiento energético total vía cubiertas y espacios degradados. Obviamente, no alcanza. Pero como el espacio es limitado, densamente poblado y ya muy artificializado, ordenar el territorio es un asunto nuclear, porque también son fundamentales la biodiversidad y la soberanía alimentaria. Compartir y compatibilizar es la clave. Me atrevería a decir que sin apriorismos ni jerarquías, porque tan importante es comer como obtener energía o mejorar la biodiversidad.  

Los sucesivos gobiernos de Lakua no comparten esta visión. Casi 14 años después de que, allá por 2009, el Parlamento exigiera al Gobierno, unánimemente, la elaboración de un nuevo Plan Eólico tras el fallido Plan de 2002, seguimos sin él.

En 2018, tras un largo parón debido a un combo de crisis económica, disminución de primas, regulación desfavorable, impulso al gas fósil y rechazo social, en la tramitación de la ley de sostenibilidad energética se constató que ya no bastaba con ordenar el despliegue eólico. También asomaban grandes proyectos fotovoltaicos. La ley recogió que el Gobierno aprobaría un Plan Territorial Sectorial de Energías Renovables (PTS). En dos años. Era 2019. Es 2023 y no hay garantías de que se apruebe en esta legislatura. Pocas interpretaciones caben aquí. O mintieron al decir que habría PTS en dos años o que el retraso no pasaría de agosto de 2023, o bien lo han intentado y no han sido capaces. Cualquiera de las dos opciones debiera tener consecuencias políticas. ¿O es aún peor?

Barajemos otra hipótesis. Al mismo tiempo que se anuncian los retrasos del PTS, se revela con alborozo que varios proyectos en los que participa el gobierno a través del Ente Vasco de la Energía avanzan con paso firme. De hecho, las centrales eólicas de Labraza y Azazeta ya tienen el permiso ambiental en el zurrón. ¿Qué está pasando?

El Avance del PTS realizó una propuesta de zonificación, con zonas de exclusión y zonas óptimas para diferentes tecnologías, pero las alegaciones evidencian una intensa pugna, con las organizaciones sociales, sí, pero especialmente entre Lakua y las áreas de medio ambiente o agricultura de varias diputaciones, o incluso entre distintas direcciones de la propia consejería de Arantxa Tapia. ¿Qué está en juego? Los espacios a excluir del despliegue renovable. Y no solo se cuestionan emplazamientos propuestos para la eólica, también si los espacios de alto valor para la agricultura deben salvaguardarse de la gran fotovoltaica.

Dar el siguiente paso en la tramitación del PTS supondría tomar decisiones, resolver estas alegaciones y, probablemente, no dejar satisfecho a casi nadie. Gobernar, al fin y al cabo, pero el olor a elecciones vaticina parálisis hasta junio. Y este impasse tiene efectos. El primero, aumenta el resquemor social, porque sin una planificación territorial es difícil justificar la proliferación de proyectos en espacios aun disputados. El segundo, fomenta una contraplanificación local de emergencia. Sin ordenación territorial que se le superponga, el ayuntamiento puede regular restrictivamente, y que se vayan a otro pueblo. Lo están haciendo, entre otros, varios ayuntamientos del PNV. Mayo está cerca. El tercero, es que mientras no se definen los espacios de exclusión, es el propio Gobierno vasco quien avanza en emplazamientos cuestionados, como Azazeta para la eólica o el entorno de Gasteiz para la fotovoltaica, donde se ocuparían muchas hectáreas de suelo de alto valor. Política de hechos consumados de manual. Y después, que nos quiten lo bailao, que diría el tango. Para más inri, varios proyectos han sido fraccionados artificialmente (

Hay que decantarse. El territorio, o es un tablero de juego lleno de oportunidades que no se sabe dónde y cuándo van a saltar, o es un espacio limitado donde planear cuidadosamente las diversas funciones estratégicas que se deben acomodar a él. Todo no puede ser. 

¿Cómo salir de este embrollo? Aun siendo conscientes de que la planificación territorial no lo resolverá todo (entre otras cosas porque el modelo de despliegue –quién y cómo- es tan importante como las ubicaciones), es importante que no se ejecute ningún proyecto sobre el terreno antes de decidir qué espacios han de quedar excluidos. Es lo menos que debemos exigir para no transmitir la idea de que esto es el enésimo remake de 'Coge el dinero y corre'. Mientras llega el PTS, existen instrumentos al alcance del gobierno. Serán provisionales, pero pueden prefigurar las características principales de la futura y definitiva ordenación. Tenemos un precedente cercano.  

Cuando el 6 de febrero de 2020 se derrumbó el vertedero de Zaldibar y casi simultáneamente cerraron los de Larrabetzu y Mutiloa, no había dónde verter las miles de toneladas diarias de residuos industriales que se seguían (y se siguen) generando, se tardaron 27 días en publicar una Orden de Consejería para ordenar qué tipo de residuo no se podía enviar a vertedero, qué debía ir dónde y con qué permisos. Llevamos 1.100 días desde que se legisló para que se ordenaran las renovables y seguimos esperando. Y si la memoria no me falla, Urkullu declaró la emergencia climática en julio de 2019. ¿A qué espera?

El reto de la transición energética es especialmente delicado en toda Euskal Herria, más si cabe en la Comunidad Autónoma Vasca. Nuestra intensa actividad socio-productiva, base de un imperfecto y menguante pero todavía apreciable bienestar, está basada en un consumo energético que dobla la media mundial. Dependemos (en un 90%) de energía del exterior y pendemos patológicamente de combustibles fósiles que suponen el 80% de nuestra hipercarbónica dieta energética.

La energía fósil ha sido, por su alta densidad, versatilidad, fácil transportabilidad y almacenamiento, un tesoro energético que ha nutrido nuestro metabolismo socioeconómico. Sin embargo, su decisiva contribución al caos climático unida a su finitud nos obliga a su rápido abandono. Para luchar contra el cambio climático, sí, pero también para que su futura escasez, cuyos primeros síntomas están ya presentes, no nos pille sin otra alternativa que pelear a muerte por acapararlos.