Y de repente, descubrimos el turismo

Hay algo fascinante en pasear por Malasaña o Lavapiés y cruzarte con esas personas rubias y cosmopolitas señalar con pasmo esa tienda de segunda mano, ese grafiti, ese cualquier cosa. Recuerdo un día de invierno ver a un grupo de turistas sentados en una terraza de la plaza Juan Pujol (entonces aún se llamaba así), era un día feo y oscuro, ellos y ellas estaban cubiertos por ropa técnica como para conquistar un ochomil y se abrazaban a sí mismos para entrar en calor, pero resistían porque estaban allí para tomar el tradicional brunch madrileño de los martes. La situación ya era dolorosa antes de oír a uno del grupo decir: “Qué bonita es esta plaza”. Tuve que girarme a comprobar si de verdad estábamos en el mismo sitio.

El turista lleva la idealización puesta, el turista se asombra por todo y sube fotos a su Instagram de todo porque es turista y porque está ahí para eso. Aquí. En Madrid, de repente, hemos descubierto el turismo. Por aquí antes la gente venía a ver el museo del Real Madrid, el del Jamón y alguno más, a irse al segundo toro de la corrida de Las Ventas, a usar la ciudad como base para visitar Segovia y Toledo y largarse luego a Granada o a Sevilla o la playa. Ahora no, ahora la gente viene porque quiere sentir la experiencia de sentirse madrileño y la vive en un apartamento en el que ya no puede vivir un madrileño porque hay un turista. Las cifras de llegadas de turistas a la ciudad son de récord y las de gasto, también: el turismo en Madrid crece incluso más que las del resto de la turística España.

A los que gobiernan, ayuntamiento, comunidad, esto les pone muchísimo. Les encanta el éxito, les encanta que la ciudad, la región, brille y atraiga a la gente de fuera, son medallas que pueden ponerse en un titular. Por eso invierten dinero en promoción turística, organizan eventos internacionales y se reúnen sin parar con las patronales del sector. Al mismo tiempo, les preocupan también muchísimo las consecuencias de la sobrecarga, las viviendas de uso turístico, el descanso de los vecinos, la invasión del espacio público. Vaya una contradicción, ¿no?

Sí, más o menos como la que vivimos todos. A nosotros nos resulta fascinante ver a los turistas y no entendemos qué gracia tiene pasar frío para tomar un brunch en una plaza sosa. Y, por supuesto, nos molesta que no haya pisos para alquilar, ni espacio para pasear por la Gran Vía, ni cervezas a menos de tres euros. Es raro esto de que los madrileños hayamos descubierto el turismo ahora porque llevamos siendo turistas muchos años y aún seguimos en ello. Nos conocen bien en Benidorm, en Canarias, en Cádiz, en La Habana, en Bangkok, en Berlín, en Roma, en Lisboa, en Tokio. Somos ésos que van por la calle señalando una tienda de segunda mano, un grafiti; somos los que se sientan a tomar un brunch en una terraza de Copenhague un miércoles; somos los que se meten en un Airbnb sin preocuparse de nada. Somos tan fascinantes que creo que ahora mismo la actividad turística más entretenida que puede haber es contemplarnos a nosotros los turistas haciendo el turista.