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Algo más que una guía: una lectura de ‘Cómo acompañar a morir' de Ana Vidal Egea

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Cuando el lector cierra este libro se dice a sí mismo que está ante una buena escritora. Y eso que aquí podrían haberse conjurado bazas para el fracaso, pues es un tema complejo, delicado y no exento de instrumentalización por el afloramiento de coaching, que someten a las gentes a la dictadura de la felicidad para no afrontar el dolor o el sufrimiento o la muerte. Pero de que Ana Vidal Egea es escritora da cuenta precisamente aquello que no hace. Ni un plañido lastimero por los pacientes −no víctimas− ni una hagiografía. Describe los sentimientos y las situaciones con entereza y reflexión analítica, sin caer en la cursilería. Posiblemente, sin las vivencias personales, la autora no hubiera escrito esta obra o al menos de este modo, pues lo personal siempre supone mayor meditación sobre algo si así queremos, a fin de que aquello también se convierta en político; es decir, que se visibilice. 

Durante toda la lectura se posó en mi mente el verso “envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”, de Jaime Gil de Biedma. Pero como en cada obra, los actos son importantes. Y la autora, creo, que ayuda a interpretar actos tan conocidos como desconocidos: la vida, la muerte, la enfermedad o el miedo; y cómo hacerlo por medio de enseñanzas budistas, estoicas, de cuidados paliativos o las artes (cine, música y literatura), y en particular destacar la meditación. Configura una narrativa que vislumbra paz y deliberación.

Todo el libro se hilvana en la experiencia de la autora. Y lo hace siguiendo momentos vitales atravesados por la idea que me parece la matriz del libro: el amor y la consideración, entendida esta como el reconocimiento del valor propio de cada ser y en la transmisión de un mundo común, en consonancia con la filósofa Corine Pelluchon. Al final todo es la Naturaleza y nuestras vidas transcurren en un mundo que permanecerá, pero lo importante es saber mirarlo e interpretarlo, como si fuera una pintura, según momentos (“algo no es ni bueno ni malo, simplemente es, pero podemos tratar de percibirlo y encajarlo de una forma diferente y eso nos ayudará a vivir mejor”).

La perspectiva de la autora se centra exclusivamente en el moribundo o paciente terminal de forma holística a través de los cuatro capítulos del libro (la muerte, el acompañamiento, guía y cuaderno de claridad: ejercicios prácticos), que nos enseñan el camino para convertirnos en death doula o doula del final de la vida. Con una mirada muy acertada, revelándose una magnífica observadora, la autora amplía nuestra contemplación a los familiares, a los sanitarios, al sonido, al olor, a los espacios, al lenguaje verbal y al lenguaje corporal, para poner de relieve la importancia de que todo ha de girar en torno al paciente moribundo, que ha de hallar sosiego físico, psicológico y emocional durante la transición. Y el papel de la doula −que no es el de familiar, ni sanitario, ni amigo− es clave porque incluso esta figura sirve “de fuerza transmutadora” para que “la transición sea lo más agradable posible −escribe−”.

A través de la mirada de la doula, como es Ana Vidal, se conoce mejor al sufrido. Y eso se pone de manifiesto a lo largo de esta guía, que nos enseña a preguntar, a saber mirar las necesidades del paciente, a interpretar sus gestos e, incluso, a saber enseñar a los familiares cómo afrontar el proceso último de la vida de un ser querido; e incluso la propia doula, que ha de descansar física y emocionalmente para de este modo poder acompañar mejor al paciente. En este sentido, la escritora también señala una serie de puntos para recargar las pilas. 

Es más que una guía. Cuando se cierra el libro, el lector piensa en cuestiones que nos formulamos desde hace siglos, principalmente relacionadas con la muerte, y tan alejadas hoy por hoy de la cultura capitalista occidental. Una de las condiciones para escribir este libro es que está escrito con amor a la vida. De ese amor deja huella en el cariño puesto en el ser humano y en todo lo que le rodea. Solo alguien que ama mucho la vida en toda su amplitud puede abordar un libro como este. En suma, tiene el lector el registro atento una obra que no solo acompaña a morir, sino también nos enseña sobre el amor, la vocación, el sufrimiento, la vida y la muerte como parte de aquella, y destino ineludible de todos. 

Cuando el lector cierra este libro se dice a sí mismo que está ante una buena escritora. Y eso que aquí podrían haberse conjurado bazas para el fracaso, pues es un tema complejo, delicado y no exento de instrumentalización por el afloramiento de coaching, que someten a las gentes a la dictadura de la felicidad para no afrontar el dolor o el sufrimiento o la muerte. Pero de que Ana Vidal Egea es escritora da cuenta precisamente aquello que no hace. Ni un plañido lastimero por los pacientes −no víctimas− ni una hagiografía. Describe los sentimientos y las situaciones con entereza y reflexión analítica, sin caer en la cursilería. Posiblemente, sin las vivencias personales, la autora no hubiera escrito esta obra o al menos de este modo, pues lo personal siempre supone mayor meditación sobre algo si así queremos, a fin de que aquello también se convierta en político; es decir, que se visibilice. 

Durante toda la lectura se posó en mi mente el verso “envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”, de Jaime Gil de Biedma. Pero como en cada obra, los actos son importantes. Y la autora, creo, que ayuda a interpretar actos tan conocidos como desconocidos: la vida, la muerte, la enfermedad o el miedo; y cómo hacerlo por medio de enseñanzas budistas, estoicas, de cuidados paliativos o las artes (cine, música y literatura), y en particular destacar la meditación. Configura una narrativa que vislumbra paz y deliberación.