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La noche y la calle nunca fueron nuestras

Viviana Villamarín | Raquel Abeledo | Pepa Martínez (Activistas feministas del Colectivo PIM Cartagena)

Ser mujer es aprender desde que eres muy pequeña que tienes unos límites, que no eres libre, y que esa falta de libertad es un sacrificio que tienes que asumir por tu propia seguridad. “Por tu bien”, dicen los que te quieren: madres y padres, abuelos, maestros.

Todos te enseñan tu lugar en el mundo. Como eres una persona frágil y susceptible de sufrir cosas terribles, lo que tienes que hacer es permanecer en un lugar seguro. Este lugar seguro no siempre es un espacio físico, también puede ser una relación o una franja horaria para transitar por unas calles que no te pertenecen.

Las formas de bombardearte con estos mensajes son distintas, no podemos “escapar”. Caperucita Roja te enseña lo que te puede pasar si no eres una niña obediente, si se te ocurre sucumbir a tus deseos de disfrutar de tu camino, si se te hace tarde, si no aprendes la lección. Existen lobos malos, todos ellos con la libertad de sobresaltarte y con la capacidad de engañarte. Porque como mujer, eres débil e ingenua. Esa es tu naturaleza.

Pero ser por naturaleza ingenua, débil y confiada tampoco te exime de la culpa. Si el lobo malo y su manada te persiguen y no te dejan continuar con tu camino, será culpa tuya, no de los lobos. No seguiste los consejos, no permaneciste en tu lugar. Desobedeciste. Tú te lo buscaste.

Todo empieza cuando alguna de nosotras, a pesar de saber que siempre y en todo momento corremos peligro y que debemos estar alerta, no tiene en cuenta que ellos, desde que son lobeznos, aprenden que pueden salir de “detrás de un árbol” y apropiarse de la vida de una mujer. Y nosotras, que no hemos aprendido a defendernos por nosotras mismas con fuerza, gritamos, como aprendimos de Caperucita, esperando que un cazador nos salve de las fauces del lobo.

Al grito de Caperucita responde el cazador, uniformado de policía, de juez, de fiscal… Pero ese cazador resulta que tiene dudas. Dudas razonables de que el lobo nos comiese, porque realmente nos hemos expuesto ante él como un delicioso bocado que zamparse sin pensarlo, y claro, el pobrecito estaba hambriento. Que nos coma es lo normal.

Mujer, estás de suerte: tu cazador destripará al lobo, no dejará que te conviertas en detritus después de haberte engullido. Eso sí, mientras atravesabas el esófago del lobo te preguntó si realmente no te habías metido tú solita ahí, eh, pillina aventurera.

De vuelta a casa, tu abuelita, tus vecinos, todos te arroparán, te harán una fiesta de bienvenida, te…  rebobinemos. Tu abuelita tal vez te cepille el pelo antes de dormir, pero entre tus vecinos seguro que habrá algún periodista, estrella de televisión y otros seres ávidos de tertulia, que dirán que la tarta que llevabas era demasiado sabrosa, que cuando el lobo empezó a hacerte preguntas tú respondiste, que cuando te estaba tragando tú no le diste un buen pellizco en la garganta para que te escupiese. Mujer, éste será el momento en el que pensarás que ojalá te tocase ser La Bella Durmiente, para vivir el cuento descansando y despertar sin haber sido babada por un lobo.

¿Y los lobos? Los lobos del siglo XXI han aprendido la práctica del sexo mediante la pornografía, con gemidos femeninos que atraviesan el mundo en segundos en forma de bits, e imágenes de táctiles, que se ven pequeñas y se sienten frías a través de la pantalla.  Y esa pornografía es la que quieren imitar; no entienden el sexo como una manera de comunicación, lo entienden como una forma de dominación, una manera de sojuzgar a la mujer, ese objeto puesto en el mundo para su satisfacción.

Hace décadas que en el primer mundo protegemos a nuestros lobeznos de los peligros de las calles, pobladas por humanos, y sin embargo les dotamos de una poderosa arma de destrucción de compasión masiva: un teléfono móvil con acceso a internet, que a golpe de clic muestra un porno salvaje que nuestros cachorros no identifican como ciencia ficción.  

Y así hemos llegado hasta hoy, 26 de abril de 2018.

Cinco lobos, que se comieron a una caperucita indefensa, no han sido castigados por los cazadores de manera ejemplar; solamente han sido ligeramente reprendidos porque tardaron un poco más de lo esperado en comerse a Caperucita.

¿Por qué? Porque dicen que Caperucita no gritó lo suficientemente fuerte; porque Caperucita – dicen los cazadores – quería que los lobos se la comieran. Por eso se encontraba en el bosque, porque quería que la rodearan entre todos y la emprendieran con ella a golpes de zarpa y a mordiscos. Según los cazadores, Caperucita no tenía que haberse quedado paralizada por el miedo, deseando que terminara cuanto antes el festín que los lobos se dieron a su costa, tenía que haber sido una SuperCaperucita que la hubiera emprendido a dentelladas de su pequeña boquita con los cinco lobos, enormes como montañas, y morir en el intento.

Cuidado, tened cuidado, cazadores pervertidos por el peso de la misoginia; tened cuidado lobos depredadores, que el cuento no acaba aquí. Caperucita no está sola. Somos millones las caperucitas que estamos con ella, que luchamos contra la manada, que estamos dispuestas a echarnos a la calle para acabar con los lobos depredadores y sus defensores.

Cuidado, cazadores, no continuéis empecinados en vuestra interpretación sesgada de la ley, porque aquí estamos, todas las caperucitas, dispuestas a luchar contra vosotros con todas nuestras armas, y estad seguros que os vamos a ganar.

Ser mujer es aprender desde que eres muy pequeña que tienes unos límites, que no eres libre, y que esa falta de libertad es un sacrificio que tienes que asumir por tu propia seguridad. “Por tu bien”, dicen los que te quieren: madres y padres, abuelos, maestros.

Todos te enseñan tu lugar en el mundo. Como eres una persona frágil y susceptible de sufrir cosas terribles, lo que tienes que hacer es permanecer en un lugar seguro. Este lugar seguro no siempre es un espacio físico, también puede ser una relación o una franja horaria para transitar por unas calles que no te pertenecen.