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Retirada sostenible

Aún sobrecogidos por la gota fría que nos ha golpeado con dureza, llega el momento, pasada la emergencia inicial, de recapitular.

Hacía algunas semanas que barruntaba qué hacer para aportar algo, por mínimo que fuera, a la creciente indignación y la movilización al alza contra los desmanes que nos han llevado al punto límite climático en que nos encontramos. Durante años, puede que más bien décadas, veía lo que estaba por venir y mi aportación se reducía a quejarme a amigos, familia y a quien se dejara. Sin embargo, en los últimos meses, mi cinismo habitual y misantropía, dio paso a una ilusión renacida y esperanza que, a mis cuarenta pasados, ya no esperaba. Y esa esperanza tiene nombre; una niña, Greta, que ha desatado un terremoto con su tenacidad y decisión, y que también me sacudió sacándome de la inacción.

He llamado a este alegato “retirada sostenible”, tomando prestado el término de James Lovelock, y que, por sintetizar al máximo, refleja el convencimiento del que suscribe, de que no se puede buscar por más tiempo la quimera de un eterno crecimiento sostenible, que no es sino una gran mentira, a día de hoy, pues se basa en recursos infinitamente crecientes, o una reducción infinita de costes (fundamentalmente energéticos en lo que nos atañe) o, más usualmente, una combinación de ambas cosas. Se ha llegado al momento en que hay que replegarse, redimensionar “la empresa”, si así se me entiende mejor, y reestructurar nuestra posición; y estamos en el tiempo de descuento, así que no podemos perder ni un año y, si me apuran, ni un mes. Porque para mí y, creo, para muchos otros, es obvio que el futuro será verde o no será.

Parto de una idea básica, seguramente manida, y es la de que todos, cada uno en su medida, hemos sido y somos culpables del problema, por muy concienciados que estemos y climáticamente responsables que nos consideremos. Pero eso no implica que no tengamos espacio para la mejora, pues éste es muy grande y, en ocasiones se basa en pequeñas cosas, cuya suma, a lo largo de una vida y a lo ancho de un planeta con siete mil millones de habitantes, es inmensa, y tiene un potencial de efecto mariposa inconmensurable.

Sin embargo, a pesar de que mi intención era entrar en detalles y desarrollar las ideas anteriores, la reciente tragedia sufrida por, entre otras muchas zonas, la ciudad en la que trabajo, Orihuela, la ciudad en la que nací, Molina de Segura, y la ciudad en la que vivo y en la que mi hijo crece, Murcia, me han hecho tener que alterar mi intención original, y es por ello que me gustaría, aunque sea extemporáneamente, incidir brevemente en los mecanismos climáticos que han provocado este desastre y provocarán los que están por venir, inevitablemente.

El verano hoy día, en esta región del globo, comienza de dos a tres semanas antes y termina unas semanas más tarde respecto a hace 30 años, y aunque termine, astronómicamente hablando, en el último tercio de septiembre, climatológicamente no concluye hasta bien entrado octubre. Esas tres semanas más, aproximadamente, de verano, añaden varias balas en el tambor del revólver con el que en España jugamos a nuestra particular ruleta rusa de la gota fría.

El Mediterráneo está, según las fuentes que se consulten, entre 1 y 2,5 grados en media más caliente que hace apenas unas décadas y, aunque parezca poco, su efecto es muy importante, especialmente, porque no sólo se trata de que su temperatura sea mayor en media, sino que en verano esa aumento sobre la normalidad anterior es mayor y produce una mayor evaporación y aportación de humedad a la atmósfera y la formación de patrones de vientos de levante muy húmedos y cálidos. Sumemos a eso que, para el mes de septiembre y en el mes de octubre, los episodios borrascosos y de entradas de masas de aire frío del Atlántico en capas altas son ya habituales y, de la conjugación de ambas circunstancias (sin mencionar la propia inestabilidad que se está generando en el Atlántico con la perturbación de la Corriente del Golfo, cuya influencia, aún por determinar, escapa a la comprensión de este redactor) tenemos los elementos, bien conocidos por todos, para las gotas frías o DANAS.

Pues bien, es fácil percatarse de que, si el periodo en que ambos factores pueden coludir se dilata significativamente y, a la vez, la escala de la aportación de humedad mediterránea es mucho mayor, potencialmente, tenemos muchas más posibilidades que en el pasado de que se formen episodios más, menos, o igual de desastrosos que el que nos acaba de sacudir, y que, por tanto, serán más frecuentes en el futuro inmediato, y con una probabilidad de que lo que ahora nos ha parecido inusual y excepcional se convierta, poco a poco (o tal vez más rápido de lo que creemos) en lo habitual y esperable. En resumen, episodios más frecuentes, más destructivos en potencia, y con un periodo de riesgo más prolongado cada año respecto a lo que estábamos acostumbrados.

Esta exposición, desde la perspectiva de persona interesada en la ciencia, pero ni mucho menos climatólogo o meteorólogo, seguro que deja muchas cosas en el tintero, que es imprecisa respecto a lo que podía haber sido si la hubiera hecho a través de un paper un experto, y que podría haber ido mucho más lejos, pero su objetivo era tan sólo apuntar mínimamente los orígenes del problema y las consecuencias más que previsibles del mismo.

Tampoco voy a entrar a analizar los elementos de riesgo adicionales que suponen la desbocada voracidad urbanística que, en las últimas décadas, ha llenado ramblas, cañadas, cauces y llanuras de aluvión y escorrentía, con inmensas zonas residenciales e incluso industriales, en un delirio constructor suicida, porque dicho análisis se ha hecho cumplidamente, y con numerosos ejemplos, en las últimas semanas, y, en realidad, en los últimos años, por muchos periodistas, y a su esmerado trabajo de denuncia e información me remito. Sólo apuntar que la combinación de este elemento con lo expuesto anteriormente es un cóctel terrible, de repercusiones que no por previsibles son menos dramáticas.

He tenido, acuciado por la actualidad, que dejar la mayor parte de los conceptos que pretendía desarrollar apenas esbozados y de las pequeñas cosas que todos podemos hacer, en mi humilde opinión, sin comentar, lo que quedará tal vez para otro momento; pequeñas cosas que suponen sin duda retos para alcanzar esa retirada sostenible que defiendo y que implicará sacrificios para todos, reproche social a la larga para los que no los hagan y un nuevo modo no tanto de vivir como de enfocar la vida.

Personalmente, ya estoy poniendo en práctica en mi vida personal muchas de ellas, y tratando de ir a más, y lo que recibo moralmente supera a las molestias, si se las puede llamar así, que el cambio de actitud y rutinas me puede producir y, lo que es más importante para mí, me permite mirar a mi hijo con la esperanza de que, cuando sea un adulto, pueda sentirse orgulloso de su padre y decir de mí cuando ya no esté con él: “Mi padre fue un buen hombre”.

 

 

 

Aún sobrecogidos por la gota fría que nos ha golpeado con dureza, llega el momento, pasada la emergencia inicial, de recapitular.

Hacía algunas semanas que barruntaba qué hacer para aportar algo, por mínimo que fuera, a la creciente indignación y la movilización al alza contra los desmanes que nos han llevado al punto límite climático en que nos encontramos. Durante años, puede que más bien décadas, veía lo que estaba por venir y mi aportación se reducía a quejarme a amigos, familia y a quien se dejara. Sin embargo, en los últimos meses, mi cinismo habitual y misantropía, dio paso a una ilusión renacida y esperanza que, a mis cuarenta pasados, ya no esperaba. Y esa esperanza tiene nombre; una niña, Greta, que ha desatado un terremoto con su tenacidad y decisión, y que también me sacudió sacándome de la inacción.