A la izquierda le falta estrategia

Recuerdo que cuando Aznar gobernaba (públicamente) este país hizo una visita a la Universidad de Lleida y dio los buenos días a Lérida; así, en castellano. Una prima mía que estaba en aquel auditorio me contó el revuelo. ¿Se imaginan? Se consideró una falta de respeto que no llamara a la ciudad catalana con el nombre que había recuperado tras décadas de franquismo. Casi una provocación. De aquello hace más de veinte años y, desde entonces, aquel experimento incipiente se ha convertido en un modus operandi. Una estrategia. Sin duda, hoy la crispación es uno de los recursos más efectivos de la derecha. Y funciona. Claro que funciona. ¿Por qué, si no, iba a ir Albert Rivera a Errentería, Santiago Abascal atacaría a la prensa en Valladolid o Cayetana Álvarez de Toledo diría en TV3 que el medio público de televisión ha dado un golpe de estado? Los tres saben que las tres son certezas absurdas. Incluso creo que saben que son mezquinas. Pero funcionan. Por supuesto que funcionan. Lo saben porque lo han probado.

Su estrategia es mucho mejor que la de la izquierda. No de ahora, de siempre. Probablemente porque muchas políticas de derechas son más difíciles de legitimar y se sostienen en una jerarquía y una estructura que involucra y en la que intervienen muchos agentes sociales. De otro modo sería imposible, como se dice en catalán, “passar bou per bèstia grossa”; que literalmente significa 'pasar buey por bestia grande' y que hace, sin duda, referencia a esta capacidad (o incapacidad) de asumir que las cosas son así sólo porque lo dicen ellos, ellas.

No. No es absolutamente sincera esta necesidad de crispar, esta capacidad de accionar siempre lo que más nos molesta y ofendernos, esta insoportable habilidad para ser impunes. No lo es. Es una estrategia pensada, planeada y constantemente revisada. No oculta y decidida bajo focos en cuartos oscuros, sino abiertamente hablada y consensuada. Y esto la izquierda no lo hace. Los partidos de izquierda creen tener lo que se ha dado en llamar 'el poder de la razón' y eso hace que le parezca innecesario tener que defender algunas opiniones que parecen obvias. No. Tampoco lo son. Y aunque lo fueran, tienen que ser revisadas una y otra vez; pactadas, discutidas, compartidas, puestas en común.

Trabajar contra el racismo, la xenofobia, el machismo o el olvido puede parecer una obviedad; defender el bien común y el presupuesto público; la solidaridad con los otros pueblos; el derecho a la libertad de expresión y la no criminalización de la crítica social puede resultar todavía más evidente. Tampoco lo es. De hecho, necesitamos recordarnos qué estamos defendiendo y por qué; contra qué combatimos y de qué nos resguardamos. Si no, pareciera que sólo estamos reaccionando a una política de crispación que nos impide hacer. O que hay un montón de temas pendientes de una revisión crítica de los que no resulta necesario hablar porque creemos que la ciudadanía está intrínsecamente de acuerdo. Probablemente sea así, pero no basta. O quizás ni siquiera. Quizás, como dice un amigo, la gente sea menos demócrata de lo que nos gustaría pensar.

Sea como sea, es necesario defender los derechos que nos parecían conquistados y darnos a entender. Tender una mano para hablar con quien dice cosas tan extravagantes y corruptas como que las madres migrantes que den a sus bebés en adopción pueden escaparse de una redada o que una televisión pública es una máquina de odio. No lo es. No lo somos.