El malentendido

En la década de los noventa la eclosión de las ONG’s hizo que prácticamente no quedara ninguna causa sin su propio soporte asistencial.

No es extraño que la aparición de nuevas organizaciones se produjera al tiempo que la política cedía espacio a la economía financiera que desplazaba de manera terminal, de momento, a la economía real. Lo compasivo, esencia del accionar de estas organizaciones, dejó de ser una mera actitud para convertirse en un programa. Cuando George W. Bush presentó en el año 2000 en su plataforma electoral, el “conservadurismo compasivo” (compassionate conservatismcompassionate conservatism) como un plataforma de tolerancia, inclusión y multiculturalidad, se posicionaba en esta línea. La filósofa Michela Marzano explica la diferencia entre compasional y compasión: “es una emoción que va hacia uno mismo e intenta embellecer, por medio de otro, la bonita imagen que uno mismo se fabrica. La compasión, en cambio, tiende a eliminar la distancia entre el que la siente y el que es objeto de ella”.

En esos días nace una herramienta de venta en el mundo de la comunicación comercial a la que se llamó «marketing con causa». No es difícil ubicarla: en un bote de detergente cuya etiqueta promete contribuir a la preservación de algún espacio natural, una marca de leche que envía productos lácteos para niños africanos o un café que planta árboles para ayudar a la forestación de zonas en riesgo medioambiental. Aún hoy gozan de buena salud comercial.

Donde no llega el Estado llegan las ONG’s, las que en virtud de latir extramuros de la política se supone que gozan de aquello que los políticos han perdido: eficacia, transparencia y solidaridad.

No pocas figuras del mundo de los negocios han intentado operar en esa zona híbrida de la compasión y la participación social. Bill Gates, por ejemplo, con aportes económicos o George Soros evangelizando con la palabra su modelo social.

En el mundo de las artes son muchos los que se suman a las causas de todo tipo y esto se entiende como un ejercicio natural. El cantante Bono de U2 es un claro ejemplo; la actriz Angelina Jolie, otro.

Marcos de Quinto, alto directivo de Coca-Cola se ha perfilado a su modo como un sujeto atípico en el mundo empresarial español. En un país en el que los empresarios suelen mantener un perfil público de baja intensidad como Amancio Ortega o técnico como el de Francisco González, De Quinto ha llevado siempre una intensa actividad de intervención pública, como lo hace desde su cuenta de Twitter en la que ha volcado, por ejemplo, comentarios laudatorios a Podemos o bien, ha discutido dialécticamente con los sindicatos en el conflicto laboral de Coca-Cola en Fuenlabrada.

Marco de Quinto es un empresario «con causa». Pero hace unos días, se burló en Twitter de Fernando Trueba ante el boicot a su última película, La reina de España. Se trataba de una devolución al realizador por la denuncia que este hizo durante una entrega de los premios Goya del ERE de Coca-Cola.

¿Es esto equiparable? Obviamente que no. Porque no es lo mismo. Trueba se expuso con unas declaraciones personales ante el colectivo nacionalista. La empresa de Marco de Quinto quiso cerrar una embotelladora para optimizar los beneficios empresariales. Será eficaz pero socialmente, en el epicentro de una crisis del trabajo, absolutamente objetable.

De Quinto, claro está, le habla a Trueba desde lo emocional y en ese plano dirime la cuestión. Puede que el empresario también piense que aquel conflicto laboral se movía en el plano del enfado o, peor, desde la rentabilidad sindical: “La estrategia sindical de no querer negociar y limitarse a hacerse publicidad atacando a la marca, solo ha perjudicado a los trabajadores”, escribía por entonces en uno de los tweets dedicados al conflicto.

Se equivocaba entonces; se equivoca ahora.

Hay un malentendido en todo esto. No es un problema de marketing. Es una cuestión política.