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Vientres de alquiler: cuando el deseo se convierte en negocio

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El debate en torno a los llamados “vientres de alquiler” —o, con mayor eufemismo, “gestación subrogada”— suele presentarse como una cuestión de libertad individual y de derecho a la maternidad o paternidad. Sin embargo, más allá de la envoltura discursiva, estamos ante un fenómeno que plantea serias implicaciones éticas, sociales y jurídicas, donde el cuerpo de las mujeres y los derechos de los niños se convierten en objeto de mercado.

La primera pregunta que deberíamos hacernos es: ¿de quién es realmente la libertad que se defiende? Se suele hablar de la libre decisión de las mujeres que “eligen” gestar para otros. Pero en la gran mayoría de los casos, estas mujeres provienen de contextos de vulnerabilidad económica, donde la supuesta decisión libre se encuentra profundamente condicionada por la necesidad. Una libertad marcada por la precariedad no es auténtica libertad, sino una coacción invisible.

Por otro lado, el deseo de ser madre o padre no constituye un derecho absoluto. La Convención sobre los Derechos del Niño nos recuerda que lo que está en juego no es el derecho de los adultos a tener hijos, sino el derecho de los niños y niñas a no ser tratados como mercancías. La gestación subrogada introduce la lógica del contrato en un espacio íntimo y vital: la gestación. Un contrato en el que el bebé pasa a ser el objeto final de la transacción.

La práctica también perpetúa una visión reduccionista del cuerpo femenino, fragmentado y utilitarista. El útero se convierte en un recurso disponible para terceros, y la mujer, en un mero instrumento de producción. Este enfoque no solo atenta contra la dignidad de las mujeres, sino que refuerza estereotipos patriarcales que históricamente han negado su autonomía.

El panorama internacional refleja con claridad la controversia. En Estados Unidos, la regulación varía según el estado: lugares como California permiten y regulan la gestación subrogada, mientras que otros la prohíben expresamente. En Ucrania, Rusia y Georgia, la práctica está legalizada y constituye un sector económico en expansión, especialmente orientado al mercado internacional. En México, aunque a nivel federal no existe regulación, algunos estados como Tabasco y Sinaloa llegaron a permitirla, lo que atrajo a clientes extranjeros hasta que se introdujeron limitaciones recientes.

En Europa, la mayoría de los países la prohíben. España la declara nula de pleno derecho en el artículo 10 de la Ley 14/2006 sobre técnicas de reproducción asistida. Francia y Alemania también la consideran ilegal, apelando a la protección de la dignidad humana. En Italia, el Código Penal sanciona con cárcel la gestación por sustitución. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), aunque ha instado en algunos casos (como Mennesson vs. Francia, 2014) a reconocer ciertos efectos filiales para proteger el interés superior del menor nacido mediante esta práctica en el extranjero, ha reiterado que los Estados conservan un amplio margen de prohibirla en sus legislaciones.

En Asia, países como India, Tailandia y Nepal fueron durante años destinos recurrentes para la gestación subrogada comercial, hasta que múltiples denuncias de explotación, abandono de recién nacidos y vulneración de derechos llevaron a reformas legislativas restrictivas. India, por ejemplo, prohibió en 2015 la subrogación comercial para extranjeros, y en 2021 limitó incluso la altruista, reservándola solo a parejas heterosexuales indias casadas y con estrictas condiciones.

Este mapa desigual evidencia que, allí donde se permite, la gestación subrogada se convierte en un mercado transnacional sustentado en la vulnerabilidad de las mujeres de contextos más pobres, mientras que allí donde se prohíbe se apela a principios de protección y ética pública.

Es importante subrayar que no se trata de condenar los deseos legítimos de maternidad o paternidad, ni de estigmatizar a quienes acuden a estas prácticas. Se trata de recordar que la satisfacción de un deseo personal no puede hacerse a costa de la explotación de otras personas ni de la cosificación de los más vulnerables: los niños y niñas.

En sociedades donde la desigualdad de género y la pobreza continúan marcando las biografías de tantas mujeres, legitimar los vientres de alquiler equivale a legalizar una nueva forma de explotación reproductiva. Lejos de ser un avance en derechos, constituye un retroceso, porque normaliza que los cuerpos puedan ser alquilados y que la vida misma se transforme en objeto de contrato mercantil.

En definitiva, la gestación subrogada no es un asunto privado de “libertades individuales”, sino un problema colectivo que interpela a los valores democráticos, al principio de igualdad y a la protección de los derechos humanos. La verdadera alternativa pasa por abrir un debate honesto sobre cómo acompañar los deseos de maternidad y paternidad sin poner en riesgo la dignidad de las mujeres ni los derechos de la infancia. Se trata de construir marcos sociales y éticos donde los vínculos familiares se basen en el cuidado, la responsabilidad y el respeto, y no en la capacidad económica de unos ni en la vulnerabilidad de otros.

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