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Día Internacional de la Adopción: un día para reflexionar, no para celebrar una historia perfecta
Cada 9 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Adopción, una fecha que con frecuencia se presenta en clave de celebración, como si la adopción fuese el final feliz de una historia difícil. Sin embargo, para muchas personas adoptadas, este día tiene un significado distinto. No es una jornada de fiesta, sino de reflexión sobre una medida de protección que, aunque busca garantizar derechos, también implica pérdidas, rupturas y silencios que acompañan toda una vida.
La Convención sobre los Derechos del Niño (CDN), en su artículo 21, establece que la adopción debe ser considerada únicamente “cuando no pueda mantenerse al niño en su familia de origen”, y que su finalidad es garantizar el interés superior del niño, asegurando las mismas salvaguardias y normas que rigen para cualquier otra medida de protección. La adopción, por tanto, no es un acto altruista ni una respuesta afectiva a los deseos de las personas adultas; es una medida jurídica de protección que busca restituir derechos vulnerados, en un marco de intervención que debe ser excepcional, temporal y subsidiario.
El Convenio de La Haya de 1993 sobre la Protección del Niño y la Cooperación en Materia de Adopción Internacional refuerza esta idea al subrayar que toda adopción debe priorizar el interés superior de la persona menor de edad, prevenir el tráfico y la explotación, y asegurar que se hayan explorado todas las posibilidades de permanencia en la familia de origen antes de proceder a una adopción, especialmente si es internacional. Sin embargo, en la práctica, estas garantías no siempre se cumplen con la profundidad ética y técnica que exigen los instrumentos internacionales.
Desde el marco de protección a la infancia, la adopción se entiende como una de las medidas más estables y permanentes dentro del sistema de protección. Pero precisamente por su carácter definitivo, requiere procesos de acompañamiento continuos, tanto para las personas adoptadas como para las familias de origen y las adoptivas. No se trata solo de “crear una familia”, sino de reconocer y reparar una trayectoria vital marcada por la separación, la pérdida de vínculos primarios y, en muchos casos, por la falta de acceso a la verdad sobre los propios orígenes.
Para las personas adoptadas, el 9 de noviembre es una fecha que nos invita a pensar en todo lo que la narrativa social suele ocultar: en las historias de desarraigo, en las identidades partidas, en los expedientes incompletos, en las preguntas sin respuesta. La adopción no empieza con el encuentro entre una familia y un niño o niña, sino con una ruptura previa, y eso merece ser reconocido con sensibilidad, no romantizado.
Hablar de adopción desde un enfoque de derechos humanos implica reconocer que no debería ser motivo de celebración que un niño o una niña necesite ser separado de su familia de origen para poder estar protegido. Significa también exigir que los Estados cumplan con su obligación de prevenir esas situaciones y de acompañar a las familias vulnerables antes de llegar a una medida tan extrema.
El Día Internacional de la Adopción debería ser, por tanto, un espacio colectivo para escuchar las voces de las personas adoptadas, revisar críticamente los sistemas de protección y recordar que el derecho a la identidad, a conocer los propios orígenes y a mantener la historia personal son tan importantes como el derecho a tener una familia.
Solo cuando comprendamos la adopción en toda su complejidad —como un proceso de protección, reparación y acompañamiento, no como un final feliz— podremos transformarla en una práctica verdaderamente respetuosa con los derechos humanos y con la verdad de quienes la vivimos desde dentro.
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