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Derecho a la belleza

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En primavera el descampado de mi barrio se convierte en un campo de margaritas y flores silvestres de color violeta. Las hojas verdes crecen alto, tanto, que en algunas zonas tapan la vista de las naves industriales que hay justo al lado. Qué regalo, pienso. Supongo que alguna ventaja tenía que tener el vivir en este no lugar de la periferia, que sus descampados no importen a nadie y luzcan salvajes regalándome un recordatorio de las estaciones del año, de la vida, cada vez más alejada de las ciudades.

El descampado está interrumpido por las vías del tren y la estación del cercanías que suelo tomar casi a diario para trasladarme al centro. Cuando subo las escaleras de la estación me encuentro otro regalo. Hay caballos y ovejas pastando. A pesar de la prisa y de las preocupaciones que suelo llevar conmigo, no hay día que no me pare unos segundos a contemplar este espectáculo.

Curiosamente, esta vista me recuerda a una muy similar que contemplaba de pequeña en la casa en la que crecí. Desde el séptimo piso del bloque en el que aún viven mis padres, de otro barrio de la ciudad, que es el mío y en el que no puedo vivir porque hasta ahí ha llegado la violencia de un modelo económico y turístico que nos expulsa de nuestros barrios, de nuestros entornos y modos de vida, desde ahí, decía, veía vacas pastando en otro descampado que quedó en tierra de nadie entre los edificios vecinos. Así aprendí que las vacas comían verde, y no piensos, como ahora.

Es curioso, y triste, que el florecimiento de un descampado tras las lluvias me parezca un oasis, y me recuerde a la vida, a esa necesidad de belleza que tenemos los seres humanos, aunque lo estemos olvidando

La mayoría de los niños de ciudad raramente ve una vaca, o un caballo, o una oveja, y desde luego estos animales no forman parte de su mundo cotidiano. Como tampoco empiezan a serlo los árboles, cada vez más pequeños, mutilados o desaparecidos del entorno urbano. “Podemos vivir en ciudades y hacer como si no hubiera nadie más en el planeta. Claro que la gente se vuelve indiferente y piensa que da igual si extinguimos especies”, dijo mi adorada Úrsula K. Le Guinn.

En este contexto es curioso, y triste, que el florecimiento de un descampado tras las lluvias me parezca un oasis, y me recuerde a la vida, a esa necesidad de belleza que tenemos los seres humanos, aunque lo estemos olvidando.

Podría parecer un concepto elitista o algo frívolo esto del derecho a la belleza, pero les aseguro que no lo es. Porque la belleza no es más que un recordatorio de nuestra esencia, de lo que somos, de nuestros sentimientos íntimos, emociones y recuerdos. La belleza es aquello que nos conecta con la comunidad, qué sentido tendrían si no las canciones o los poemas. “La ciencia describe rigurosamente desde fuera, la poesía describe rigurosamente desde dentro”. Mi Úrsula de nuevo.

Donde las aceras ya no pertenecen al caminar, sino a los veladores, y donde los árboles se convierten en un estorbo al consumo, solo hay fealdad, una inmensa fealdad que ya nos está pasando factura, que hace nuestras vidas peores

Hace unos meses hablaba con la arquitecta Belén Moneo sobre la importancia de hacer asequible el acceso a la belleza en las ciudades. Ser conscientes del impacto que tiene en nuestra vida todo lo que nos rodea. Los edificios, las calles, las plazas, crean memoria y construyen un mundo, nuestro concepto del mundo. La acera caminante, el arbolado, el aire limpio, una calle tranquila, tienen, además, un impacto directo en nuestra salud, me contaba Moneo. Enfermedades como el asma, el Alzheimer o algunos tipos de cáncer están directamente relacionadas con la polución y contaminación en las ciudades.

Pensaba en esto de crear memoria y de construir el mundo. En mi memoria están las fresas que me regalaba Luciano, el frutero de mi barrio cuando le daba las bolsas de la compra a mis padres, la casa de fotografía de Juan, en la que me hicieron algunos retratos y empecé a revelar mis carretes, las dos peluquerías, de señora y caballero, la tienda de golosinas de Encarnita. Y no es que me esté poniendo nostálgica, los tiempos cambian y una ya tiene una edad. Pero donde no hay vecinos, no hay fruterías, ni panaderías, ni floristerías, ni parques, ni niños, ni colegios, ni primeros amores, ni besos tras los setos. Donde solo hay turismo masivo, rentabilidad inmediata, ciudades homogeneizadas e impersonales con franquicias de tiendas que te escanean el iris, venden turrones en agosto o gofres en forma de genitales, donde las aceras ya no pertenecen al caminar, sino a los veladores, donde los árboles se convierten en un estorbo al consumo, solo hay fealdad, una inmensa fealdad que ya nos está pasando factura, que hace nuestras vidas peores, más tristes, más aisladas, más duras. Me pregunto cuánto tardará en explotar esta burbuja, porque explotará. Y entonces, tendremos que recuperar los espacios para la vida.

En primavera el descampado de mi barrio se convierte en un campo de margaritas y flores silvestres de color violeta. Las hojas verdes crecen alto, tanto, que en algunas zonas tapan la vista de las naves industriales que hay justo al lado. Qué regalo, pienso. Supongo que alguna ventaja tenía que tener el vivir en este no lugar de la periferia, que sus descampados no importen a nadie y luzcan salvajes regalándome un recordatorio de las estaciones del año, de la vida, cada vez más alejada de las ciudades.

El descampado está interrumpido por las vías del tren y la estación del cercanías que suelo tomar casi a diario para trasladarme al centro. Cuando subo las escaleras de la estación me encuentro otro regalo. Hay caballos y ovejas pastando. A pesar de la prisa y de las preocupaciones que suelo llevar conmigo, no hay día que no me pare unos segundos a contemplar este espectáculo.