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100 años: un poeta
En su infancia, tuvo que dejar la escuela de su primera enseñanza por imperativos paternales, en la mísera y más abyecta España. Era el comienzo de su patetismo existencial: ser enviado a pastorear las cabras de su progenitor. Única fuente económica de la familia. Pero la letra impresa y el pasional deseo por saber no quedó en el abandono, para sustraerse al reino animal domesticado, porque un libro, fue siempre su apéndice y su fiel escudero, en el solitario campestre.
Su intelectualidad conquistó su razón, comprendiendo el poeta en ciernes, que no podía desaprovechar tal diamante en bruto alojado en sus neuronas, a las que debía extraerle los más relucientes rayos de luces creadoras.
Miguel Hernández, poeta en esencia y néctar de sensibilidad, estuvo aureolado con el sino apocalíptico en su corto devenir. Murió a los 42 años. Parece que fuera elegido por los dioses como ejemplo de pundonor, para sobreponerse a todo y contra todos; en continuados infortunios, como reflejado azogue, preñaron su efímera existencia de vacíos y exabruptos.
La tristeza solitaria y la soledad congénita, eran sus aliadas y 'compañeras del alma', en su agónico viaje de la existencia. Pero la rosa que portaba, también tuvo pétalos de color y vertió aromas a sus homólogos de la canallesca vida. Prácticamente a quien dirigió su poesía: su pueblo hermano.
Los propios congéneres de la poesía, le arroparon su límpida y generosa amistad, en su coincidencia temporal en el Madrid prebélico, llegado para paladear las mieses de los éxitos poéticos por él manufacturados y extraídos de su propia piel rezumada de desaires y melancolías eternas. Allí quiso anidar y parir su primer poemario 'El rayo que no cesa', publicado a los 26 años. Libro elogiado por su guardián y honesto amigo Vicente Aleixandre, que le brindó apoyos y afectos incondicionales.
La vida breve, concisa, de este mártir del verso, se circunscribe en su pureza poética en su penoso y errante existir. Corta fue su vida; extensamente su poesía, que sobrepasará tiempos, lugares, y más tiempos. Por la implacable razón de que la excelsa y comprometida poesía jamás morirá. Será tomada, aislada, y retomada sucesivamente. La poesía conmovedora, del cabrero pueblerino, como el poema dedicado a su recién nacido hijo y agonizante de 'hielo negro y escarcha', titulada Nanas de la Cebolla, estremece y ensortija de lágrimas secas quien con ella se deleita. La elegía a la llorada muerte de su amigo Ramón Sijé, 'a quien tanto quería', azuza la insensibilidad de los más duros y menos arrobados, para zaherir su amarga ternura.
La incivil guerra que protagonizaron los sediciosos con el latrocinio golpe militar, sería el dardo a su dramático vivir, y su colofón años después. Fue de los pocos poetas que se fundieron con los combatientes de la zarandeada II República, entre los dolidos milicianos. Abrió trincheras, daba mítines a las improvisadas tropas, para exhortarles en los ánimos y por la causa justa de su defensa armada.
Su vocación, de tintes espartanos, a pesar de las múltiples desazones padecidas, no declinaron jamás en su férrea mente. Y ésta le daba la razón y la fuerza para seguir creyendo en tan justa y noble causa. Tal así, que cuando fue condenado a muerte por un ilegal sumario militar; y por su tuberculosa enfermedad crónica, era vilmente chantajeado para que hiciera una renuncia pública, abjurando de las ideas republicanas y a favor de los sediciosos, siendo por ello curado y exonerado de la pena capital, a que fue condenado. Pero sus principios y su conciencia prefirieron la muerte, a renegar de sus ideas.
Curiosamente su año más exitoso sería 1937, logrando al fin, fuera reconocida su poesía. Se casó y preño a su amada Josefina, dándole un vástago. Cumplió su anhelado deseo de ser padre. Pero su niño, de 'hambre y cebolla', moriría al poco tiempo. Otro grave zarpazo a la trágica vida del poeta: 'que por doler me duele hasta el aliento'. Y su angustioso final en el sanatorio de tuberculosos, siendo criminalmente abandonado. Por tener ideas.
Teo Mesa
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