Espacio de opinión de Canarias Ahora
Anotaciones a una chorrada
No resulta irrelevante que la vicepresidenta del Gobierno pregone lo que no es, como acaba de decir el obispo Francisco Cases, un simple acto social sino “el anuncio de un hecho religioso”. Agradezco a monseñor Cases la “percha” para volver sobre el asunto y por eso lamento que no estuviera tan lúcido al comparar la designación de Santamaría con el supuesto encargo a la señora Le Pen de una ponencia en el Congreso psocialista.
Despejó a córner el obispo por encima de los Pirineos a pesar de disponer de ejemplos más cercanos, como la presencia oficial de autoridades civiles en actos religiosos, procesiones y funerales de Estado entre otros, o de símbolos católicos en el juramento de los nuevos gobiernos. Escamoteó, en fin, la evidencia de que el origen de lo ocurrido es el camelo de la aconfesionalidad del Estado español que hace tan normal que no fuera la Iglesia, sino el Ayuntamiento vallisoletano, quien invitara a pregonar a la vicepresidenta como que esta aceptara con igual naturalidad.
Quiero decir que tiene razón monseñor Cases: los pregoneros de celebraciones religiosas deben cubrir unos requisitos mínimos. Pero justo por eso tampoco es de recibo la presencia de la Iglesia y sus símbolos en actos civiles, o que el Estado tolere a jueces encumbrados a la cúpula judicial anunciar que sus convicciones católicas regirán su desempeño, o ver a obispos en manifestaciones contra leyes civiles emanadas del Parlamento y del bracillo de políticos que acuden no como fieles sino en función de su representatividad social a hacer campaña. Y qué decir de actos multitudinarios con fuerte intencionalidad política envuelta en misas, homilías y rosarios, promovidos o bendecidos por la jerarquía.
La Iglesia, bonito fuera, tiene derecho a dar su parecer sobre lo humano (lo divino se da por descontado), pero no a imponernos a todos, católicos y no católicos, sus patrones de conducta privada y concepciones morales ni a advertir a los diputados de que se van a enterar si votan lo que no le gusta, o lanzar anatemas contra quienes aspiran al Estado laico que permitiría a Santamaría, lo que son las cosas, saber dónde está y a los obispos decidir quienes suben al púlpito de sus catedrales. Una dureza eclesial con los laicos nacida del temor a la pérdida de privilegios y ventajas implícita en la laicidad.
En el fondo, la jerarquía dominante hoy, la que enterró significativamente a Juan XXIII y a Tarancón, añora el nacionalcatolicismo que amargó la existencia de generaciones. Desde los tabúes sexuales hasta las películas que no podíamos ver, los libros que no podíamos leer, las canciones que no podíamos cantar, etcétera, etcétera y cuantos etcéteras quieran, se extendían las prohibiciones eclesiales que tenían a la autoridad civil de brazo ejecutor. A partir del Viernes Santo no había cine y guay de la radio que emitiera lo que no fuera música sacra. Una situación solo compensada por las muchas risas a que dio lugar. Por ejemplo, la imposición a las hoy madres y abuelas del uso de albornoz en las playas, la persecución de los bikinis, la sustitución de las barandillas del paseo de Las Canteras por macetones bajos de cactáceas para que los pestañeros no tuvieran donde apoyarse a mirar cómodamente a las bañistas suecas, benditas sean, durante los minutos que tardaba en llegar el guardia municipal con el circulen, circulen de ordenanza. Hubo quienes se entrenaron en las fiestas firguenses de San Roque para los “saltos” que habrían de dar luego ante la “gristapo”: con el pick-up de pilas a rastras, burlaban la prohibición de bailar al hacerlo en cualquier sitio, siempre atentos a que apareciera Pepito, el guardia, para salir corriendo y vuelta a empezar en otro lugar si con las prisas no se rayaban los microsurcos.
Esta es la parte amable de la involucración de la jerarquía en la dictadura. La otra tiene que ver con la Memoria Histórica a la que se opone. Otra injerencia en el ámbito civil. No menos comprensible, desde luego.
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