Unos meses más tarde, durante la reunión de la Liga Árabe celebrada en Fez, el príncipe Fahd presentó un plan de paz que contemplaba el reconocimiento del Estado de Israel; un documento rechazado por la mayoría de los países pertenecientes a la Liga.El 28 de marzo de 2002, los Estados miembros de la agrupación regional aceptaban unánimemente la iniciativa de paz elaborada por el heredero de la Corona saudí, el príncipe Abdallah. Dicho documento contemplaba la retirada de Israel de la totalidad de los territorios ocupados a partir de 1967 (Cisjordania, Gaza, el Líbano y los Altos del Golan), la solución equitativa del problema de los refugiados palestinos, sobre la base de la resolución 194 de las Nacioines Unidas, que consagra el derecho de retorno de las personas desplazadas y/o el pago de compensaciones económicas, la creación y el reconocimiento internacional de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania, con capital en Jerusalén. Como contrapartida, la Liga Árabe se comprometía a reconocer a Israel, establecer relaciones diplomáticas normales con las autoridades de Tel Aviv y garantizar la seguridad de todos los Estados de la región.Pocos días después de su aceptación, la propuesta saudita fue rechazada por el Gabinete Sharon. Corrían otros tiempos: la Administración Bush, involucrada en los combates de Afganistán, primera etapa de su guerra global contra el terrorismo, no parecía muy propensa a escuchar la voz de sus aliados árabes. Más aun; el inquilino de la Casa Blanca se negaba a comprender las motivaciones de Osama Ben Laden, uno de los pocos miembros del clan que no tenía, al menos aparentemente, negocios con su familia. Por otra parte, los neoconservadores de la Administración republicana se resistían a hacer cualquier gesto que hubiese podido irritar a Israel, incondicional aliado estratégico de Washington en Oriente Medio. La iniciativa saudita quedó, pues, relegada en un segundo plano; los designios del Presidente no coincidían con la formula de los wahabitas. Hoy en día, George W. Bush tiene que reconocer el fracaso de su faraónico proyecto del Gran Oriente Medio. La democracia made in USA no se impone con las armas ni se exporta a través de las ondas hertzianas. La democracia surgirá en la afligida región de Oriente Medio cuando finalice la ocupación extranjera, cuando se acabe el conflicto israelo-palestino, que alimenta, desde 1947, el malestar de los árabes, fomentando el radicalismo religioso y la pervivencia de obsoletos regimenes autocráticos. Hace ya tiempo, los consejeros del Presidente Bush apuestan por la llamada baza saudí, es decir, por un mayor protagonismo de la diplomacia de Riad en la región. Según los expertos de la Casa Blanca, los saudíes tienen la ventaja de ser más conservadores que los actuales interlocutores de las partes en el conflicto, los egipcios o los jordanos, y de disponer de otro argumento de peso: sobrados medios económicos para… financiar (¿comprar?) la paz. La nueva iniciativa saudí, a la vez sencilla y sensata, tropezó de entrada con el rechazo del Gobierno de Ehud Olmert. “Israel no acepta las imposiciones”, manifestó el Primer Ministro hebreo. Sin embargo, ante la presión de Washington, el dignatario israelí se vio obligado a rectificar el tiro, ofreciendo a los árabes un diálogo de… ¡cinco años! destinado a despejar la hipotética vía hacia la paz. Quienes conocen los rudimentos del sistema político israelí saben positivamente que ello equivale a una simple maniobra dilatoria. En el caso de aceptar la propuesta, los miembros de la Liga Árabe contarán, dentro de cinco años, con otro Gobierno hebreo, que procurará cerrar en falso este proceso. Dentro de cinco años, otro inquilino de la Casa Blanca entrará a su vez en el complejo proceso electoral que paraliza la política exterior. Dentro de cinco años, habrá más muertos israelíes y palestinos. Pero la vieja aunque muy socorrida política de los parches se habrá impuesto, una vez más.(*) Escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París) Adrián Mac Liman*