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Banderas contra la poliética

Enrique Bethencourt

WhatsApp y Twitter se encuentran estas últimas semanas más llenos de banderas que nunca. Tienen la ventaja de posibilitar el posicionamiento inequívoco a una causa, la adhesión nítida a unas determinadas opciones políticas. O dar a conocer el nacionalismo con el que se identifica cada cual. Y el inconveniente de que la tela, en muchas ocasiones, actúa como singular muro que impide percibir el punto de vista de los otros. Lo que, casi siempre, suele ser interesante. Contrastar opiniones, digo. Escuchar otras voces. Someter las verdades propias al saludable aire de las argumentaciones, muchas veces sabias, ajenas.

Seguramente es mucho pedir. No ocurre ni siquiera en los parlamentos, como hemos podido observar recientemente, en los que muchos diputados y diputadas llevan sus intervenciones escritas y estas les sirven para responder al discurso de otros, digan lo que digan estos. Ocurrió en sede parlamentaria el día de la declaración/no declaración de independencia por Puigdemont.

Son momentos de enorme polarización. De blanco y negro. De estelada o rojigualda. En el balcón, en la manifestación o en los corazones. Recibo todos los días interpelaciones de gentes de los dos bandos expresando, con mayor o peor fortuna, sus argumentos; y, sobre todo, fustigando al contrario, siempre errático, equivocado, aventurero o cerrado de mollera, cuando no autoritario, dictatorial, fanatizado, abducido o simplemente loco. Trasladando mentiras, medias verdades y la clásica colección de bulos mejor o peor logrados.

Voy con mucha frecuencia a Barcelona. Como simple visitante de una ciudad que me resulta muy atractiva, dinámica, con una apreciable oferta cultural; y en donde siempre me he sentido muy bien tratado por su variada gente. Y me cuesta mucho pensar qué haría si estuviera en el epicentro del movimiento sísmico, como supongo le puede suceder a un número nada despreciable de hombres y mujeres que se encuentran establecidos en Cataluña. Los que allí viven y allí perciben diariamente la alta tensión ante unos acontecimientos que les desbordan y que pueden terminar en una ruptura social sin precedentes.

Me refiero a aquellos que, por convicciones democráticas y por respeto a la legalidad, no comparten la realización de un referéndum de autodeterminación sin garantías ni que se declare de forma unilateral la independencia, contando para tan trascendental decisión con el apoyo, como mucho, de la mitad de la población afectada, como si el otro 50% no tuviera nada que opinar.

Hablo de aquellos que, asimismo, rechazando la DUI, tampoco ven con buenos ojos la aplicación del artículo 155 de la Constitución, por lo que supone de histórico retroceso democrático y de pérdida de autogobierno, por las graves dudas jurídicas que suscita y por ser una vía por la que se sabe más o menos cómo se entra pero se desconoce por completo cómo se transita y, sobre todo, cómo se sale.

En definitiva a los que, como el que esto escribe y sin temor a ser minoritario, se niegan a elegir entre el inmovilismo y la deriva neocentralizadora de Rajoy y el aventurerismo independentista y el escaso respeto a la democracia de Puigdemont. Los dos destilan, a su manera, elevadas dosis de autoritarismo.

Terceras vías

¿No queda más remedio que apuntarse sin condiciones a esta o aquella solución extrema, intervención centralista de la autonomía o declaración unilateral de independencia? ¿Son imposibles las tercera vías, los entendimientos y consensos, aunque no lleguen a satisfacer plenamente a ninguna de las partes en conflicto? ¿Hay vida más allá del 155 y de la DUI? ¿Son conscientes los principales actores del irreversible daño que están causando y de las consecuencias futuras de cada acción, de cada decisión insuficientemente medida del presente? ¿Serían capaces de reconocer algún error, de realizar una tregua, de rectificar algunas de sus decisiones?

Me cuesta creer que, como señalaban estos días responsables del Real Instituto Elcano, el conflicto catalán no tiene solución alguna y se prolongará irremediablemente en el futuro, con momentos más o menos duros, con fases más o menos amables. Sería una constatación del absoluto fracaso de la política, que supone siempre la búsqueda de soluciones, el acercamiento de posicionamientos por abismales que parezcan las diferencias de partida.

Lo expresa de manera rotunda un analista veterano y moderado como Fernando Onega cuando señala en La Vanguardia lo siguiente: “¿Hay que conformarse con un destino de tanto riesgo para todos, como si fuese un designio de los dioses? Eso es lo que no consigo entender. En los conflictos internacionales hay mediadores, que aquí se rechazan al grito de vade retro, y hay fórmulas de parar el reloj para intentar un arreglo. Aquí no”. Y concluye Onega su reflexión señalando: “Aquí Rajoy se mueve al ritmo del poema ”Oigo, patria, tu aflicción“, y el independentismo se agita al ritmo del ”ahora o nunca“, aunque se hunda el mundo. Y temo que se puede hundir”.

Victoria

Ese es, parafraseando a Juan Gelman, el juego en que andamos. De enorme riesgo. Donde no sobresalen las posiciones constructivas, que las hay, por minoritarias que sean. En el que la obsesión por la victoria propia tiene poco o nada en cuenta las consecuencias sobre la mayoría social, una ciudadanía que puede perder derechos y libertades, vivir permanentemente entre miedos e incertidumbres, así como sufrir un enorme retroceso económico.

A veces tengo la impresión de que los máximos dirigentes, a uno y otro lado, piensan exclusivamente en su público, en los réditos electorales que les proporcionen sus acciones u omisiones. Rajoy sabedor de que en Cataluña su partido es casi irrelevante. Puigdemont consciente del limitado efecto electoral en su feudo de lo que se piense fuera de Cataluña.

Pero ambos reflexionan poco, muy poco, sobre los valores democráticos, sobre la posiciones poliéticas. Envueltos en sus respectivas banderas avanzan a trompicones en medio de una frágil cristalería sin importarles que cada pieza caída y fragmentada es un parte de la convivencia, de la libertad, del autogobierno y el bienestar colectivo que tanto ha costado construir. Y que repararlas o sustituirlas va a resultar un denodado trabajo que necesitará de nuevas habilidades y muchos esfuerzos. Y, probablemente, de otros protagonistas.

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