Espacio de opinión de Canarias Ahora
Debo ir al sicólogo
A partir de ese artículo varios lectores escribieron sus opiniones, muchos coincidían en que tengo un problema: odio a los rubios. Además otro lector dijo que parece que no me preocupa que entren en mi jardín ciudadanos “no comunitarios”. Y uno me acusó de estar siempre disparando contra los europeos, blanquitos, rubios, me aconsejó incluso que fuera al sicólogo para superar ese odio que siento hacia los rubios. Otro me dijo que padezco un “cabreo negro”, que debe de ser un estado sicológico que todavía no se ha recogido en los manuales de siquiatría. Pero tiempo al tiempo, porque si hace un par de años en el Senado español hubo un siquiatra que habló de la enfermedad de la homosexualidad, dentro de poco veremos a un siquiatra teorizando sobre el “cabreo negro”, que podría definir el estado mental de los blancos que pretendemos tratar igual a personas con la piel de otro color.
Así que debería ser humilde y seguir los consejos de esos lectores. Porque eso de amanecer dando un beso a las tres personas rubias con las que comparto techo, aire, amaneceres y anocheceres. Eso de tener entre mis mejores amigos y amigas a unas vascas, un argentino, una cubana, una venezolana. Eso de tener como suegros a un alemán y una sueca. Eso de tener dos sobrinos alemanes. Eso de haber elegido para pasar mis vacaciones tres países africanos, o para realizar reportajes haberme metido entre los negros detenidos en las comisarías de Mauritania que pretendían venir en cayucos a Canarias y escuchar sus razones, o haber disfrutado casi un mes conviviendo entre indígenas guatemaltecos y aprender de su cultura o haber pasado mis vacaciones entre amigos de Alemania, familiares de Suecia, compañeros de Cuba. Eso de haberme criado entre abrazos que recibían a un tío mío que había estado diez años en Venezuela huyendo del hambre que azotaba a este país canario, o haber visto a mi abuelo fumarse un puro habano mientras recordaba con lágrimas en los ojos que él sobrevivió a una cruenta guerra gracias a que se escapó en un barco clandestino a Cuba. Eso de ver crecer a mis hijos escuchando dos idiomas diferentes en casa. Todo eso me ha contaminado. Todo eso me ha tumbado las fronteras que han puesto unos señores en los límites de nuestros civilizados países para cuidar nuestro jardín europeo.
Eso de haber viajado por Senegal, Mauritania, Gambia o Guatemala sin tener que pedir visado, de entrar en varios países africanos sin que me miraran como a un sospechoso ni me preguntaran cuánto dinero llevaba. Todas esas cosas me han confundido. Debo cambiar de actitud. Debo superar este estado de utopía que me embarga. Debería asesinar mi ingenuidad llena de prejuicios basados en mi experiencia. Debo de despertar a la realidad de hoy. Porque como siga así, mañana se presenta a las elecciones un nuevo Hitler, prometiendo recluir a los negros en las zonas áridas de las islas, hacinar a los sudamericanos en la parte más rocosa, hacer supermercados sólo para coreanos para que se nos mezclen en la cola de nuestro canario Carrefour, o para evitar que un venezolano intente comprar los muebles hechos en Asia en nuestra teldense tienda de Ikea, o para impedir que un niño chino se pueda colar en la celebración del cumpleaños de mi hijo en la cafetería grancanaria de Mc Donalds, o para prohibir que un colombiano se pueda poner una camiseta con el lema “jíncate un tuno” fabricada en china, o para evitar que un mauritano tenga derecho a sacarse la tarjeta del Mercadona valenciano donde compramos las papas de Israel que fueron almacenadas en una nave industrial inaugurada por el nacionalista ¡canario! Paulino Rivero. Mañana se presenta un político que promete todas esas cosas y si yo sigo así de contaminado seguramente no le votaré. Así que para evitar llegar a esa situación seguiré el consejo de los lectores, iré al sicólogo. Aunque antes apagaré mi ordenador construido con coltán recogido por mineros del Congo y me montaré en mi coche con gasolina importada de Guinea Ecuatorial.
Juan GarcÃa Luján
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