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El desahucio

Juan García Luján / Juan García Luján

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No llevaba americana azul clásica, ni corbata, ni el pelo engominado. Como en un baile de disfraces, el prometedor yuppi que mandaba en la oficina bancaria de la calle República se había transformado en un ligón noctámbulo de vaqueros ajustados, camisa mostrando pecho y pelo desordenado. Los extremos se tocan, pensé, cuando intenté adivinar cómo es posible cambiar la personalidad en apenas cinco horas. Porque exactamente cinco horas habían transcurridos desde que lo vi salir de la oficina a las seis y media de la tarde de ese jueves, un jueves como todos los jueves, el único día de la semana que los bancos abren por la tarde. No recuerdo por qué, a esa hora yo estaba en la ventana echándome un cigarrillo, mandaba el humo del tabaco al encuentro de la humacera que las guaguas vomitan, paradójicamente, con el amparo de las mismas leyes que prohíben mi único vicio inconfesable.

Dejé el cubata sobre la barra y me acerqué a la pista. Quería ver de cerca al hombre transformado. Gloria Estefan cantaba Mi tierra, una canción perfecta para mover las caderas al ritmo necesario para convertir mis pechos en atracción y ataque a la víctima propiciatoria. Me sorprendieron sus ojos verdes, y la sonrisa bonachona que no tenía mucho que ver con la imagen de ejecutivo agresivo que Loli me había descrito. No podía ser el mismo hombre, el mismo director de banco que firmó el desahucio de mi mejor amiga después de haberle prometido que nunca le quitarían su casa. Mi amiga creyó en su promesa hasta el mismo minuto en que la Guardia Civil la desalojó. Cuando tenía frente a mí al ejecutor de aquella injusticia sonreí, como sé hacerlo cuando tengo tres cubatas en el cuerpo. En la pista de baile, cuando los cuerpos se mueven, las sonrisas de los hombres abren puertas, son una invitación a la comunicación, en el mismo sitio nuestras sonrisas son una provocación, una prueba irrefutable de lo descaradas que somos, del dicho: este huevo quiere sal.

Se me acercó mientras intentaba aguantar sus ojos en los míos; si dejaba de mirarlo, clavaba la vista en mis tetas. Me vi con el cuarto cubata en la barra respondiendo a las preguntas clásicas. Soy géminis. Estoy de paso en la isla, vine a un congreso del trabajo. No cambio la Gomera por ningún otro lugar en el mundo, con su campo y su aburrimiento, con su almogrote y sus dulces. No sé cómo me salieron tantas mentiras juntas. Mentiras inútiles que contaba al tipo que dirige la oficina bancaria que está frente a la ventana de mi casa. Pero no quise pensar en eso. Prefería seguir jugando, olvidándome de la calaña del personaje y asumiendo mi papel de loba nocturna dispuesta a llevar a ese animalito hasta la madriguera de la perdición.

No recuerdo si acabé el sexto cubata, mi memoria apenas alcanza a repetir la imagen de aquel compulsivo bebedor a de Chivas con agua sin gas. En cinco o seis copas me resumió su vida de niño bien que estudió Económicas en Estados unidos y culminó un máster de Banca en Suiza y el éxito social le llegó en forma de braguetazo con la conquista y boda con la hija del accionista mayor del banco familiar. 'Eres mi hombre perfecto' le dije mientras pensaba que hablaba con el mismo diablo, el retrato exacto del enemigo al que machacábamos en las asambleas del movimiento 15 M. La frase se la dije con el sonido de fondo que hacía el techo de su descapotable deportivo. Vivía en un chalet en las medianías de la isla, pero tenía un apartamento en el centro de la ciudad, donde dormía las noches en las que acababa tarde el trabajo. Esta era una de ellas.

Antes de bajar del cochazo negro le exigí un compromiso para subir a su apartamento: “prométeme que no te levantarás de la cama cuando yo me quiera marchar, no voy a dormir contigo, soy una mujer de principios”. Me lo prometió tres veces seguidas, comprobé que la calentura de la entrepierna provoca en los banqueros la misma receptividad que los intereses altos. Pasó lo que pasa tantas veces. Pero esta vez me sentí inmensamente feliz. El hombre perfecto no controlaba su cuerpo. El desahuciador de casas de pobres tenía una parte de su cuerpo desahuciada, toda la fuerza de su boca era debilidad en la entrepierna, aquello no subía y yo, para joderlo, tampoco le puse mucho interés. Me reconfortaba pensar que estaba con un banquero en pelotas, y que era yo la que ponía el interés bajo y él pasaba la vergüenza del machito que no responde a las expectativas de la loba. “Nunca me había pasado”, me dijo con tono de macho humillado. “A mí tampoco”, le mentí yo también con toda la maldad acumulada, para que pasara más vergüenza todavía.

Aproveché que ya estaba adormilado para ir al baño, al pasar por el salón vi su ordenador encendido. Pinché en facebook y se me abrió su cuenta. Olvidé mis intenciones de quemar su apartamento, de vengar el desahucio de Loly jugándome unos años en chirona. Fui a lo fácil. Escribí en su perfil: “Me cago en el puto güisqui. Pongo los cuernos a mi parienta, me juego todo lo logrado con mi braguetazo y, ¡mierda!, no me empalmo. Lo cuento porque estoy muy borracho: acabo de pasar un solemne ridículo ante una loba a estas hermosas tetas”. Añadí la foto que hice de mis pechos con su título de máster de banca de fondo y cerré el perfil. Entré en la habitación y me vestí mientras le recordaba: “No te olvides de tu promesa”.

PD: Este cuento-venganza está dedicado a las miles de familias canarias que en los últimos años fueron expulsadas de las viviendas que pagaron mientras pudieron. También a los activistas de Stop desahucios que cada día intentan frenar algunos de los 250 desahucios de viviendas promovidos por los protegidos banqueros.

Otros textos del autor en el blog Somos Nadie

El autor en twitter: juanglujan

Juan García Luján

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