Curiosamente, una persona tan seria como Bergman, tan preocupado por el rigor estético, los recovecos de la conciencia individual y las profundidades morales, se hizo popular en nuestro país gracias a las salas Arte y Ensayo a las que, en los tiempos de la llamada apertura fraguista, acudían las gentes en masa únicamente para contemplar una teta en el celuloide. El autor de obras como Fresas salvajes o El séptimo sello se hizo famoso aquí gracias a una película digamos que menor en su filmografía, El manantial de la doncella, de la que todos los reprimidos espectadores esperaban la secuencia de la violación. No excesivamente explícita además, creo recordar. Pero así estaban los bajos y la rijosidad del personal por aquel entonces. Bergman fue también una de las excusas para una fórmula inventada por aquellas décadas para poder hablar públicamente de política: los cineclubs. Proyectábamos una peli de culto –Bergman siempre estaba ahí, con Truffaut y el mentado Antonioni- y buscábamos un político que la presentase y que, después, dirigiese un coloquio en el que se hablaba de asuntos que nada tenían que ver, la mayoría de las veces, con la función exhibida: libertad, democracia, represión, lucha de clases… En el cineforum de La Orotava, a cuya directiva pertenecí conocí a Jerónimo Saavedra, por ejemplo. Y a algunos otros políticos que ya se han retirado de la cosa pública. Tras el animado debate, almorzábamos en casa del Cruzsantero, un guachinche de La Villa Arriba, regentado por Domingo Lemus, un socialista de pro que había prometido no ponerse corbata hasta que el partido del puño y la rosa fuese legalizado. Domingo cumplió su promesa, pero siempre me confesaba (secretamente eso sí) que Bergman le parecía tan coñazo como Antonioni. José H. Chela